Por Francisco J. Díaz Julio 23, 2010

Han sido extraños los primeros 120 días del gobierno del presidente Piñera. Hasta ahora, el patrón tradicional era el siguiente: la autoridad electa era transversalmente felicitada después de ganar la elección; gozaba de amplias atribuciones (o al menos nadie criticaba públicamente) en la designación de su gabinete; y disfrutaba una luna de miel más o menos extendida, según fuera el caso. Luego, ocurría algún evento que ponía fin a la buena voluntad inicial -aparente o real- y se volvía a la política adversarial. A partir de entonces, el presidente o presidenta intentaba durante su mandato retomar la agenda política y hacer coincidir ésta con "los intereses de todos los chilenos".

Así ocurrió desde Aylwin, cuando surgió la idea del gobierno suprapartidario, y cada primer gabinete fue siempre recibido con aplausos. La luna de miel con Frei comienza a acabarse con el caso Stange y termina por desmoronarse para el cambio de gabinete de Fiestas Patrias. Con Lagos, la crisis económica y el desempleo fueron los gatillos de la política adversarial, mientras que con Bachelet, la revolución pingüina dejó claro que una luna de miel con niños no es una buena combinación -como bien apuntaron los cronistas de la época-. Aylwin tuvo escaramuzas con los militares en su momento, pero ya hacia el final de su mandato era más que claro que lo que él decía o hacía era lo bueno para la democracia. Lagos y Bachelet, a su vez, lograron imponer sus agendas respectivas a partir de la segunda mitad de sus mandatos y terminaron con altos niveles de popularidad.

El comienzo del presidente Piñera, en cambio, rompió este patrón. No sólo por la particularidad del cambio de coalición después de dos décadas -en rigor, similar desafío enfrentó Aylwin-, sino porque los tiempos políticos se han acelerado, las críticas se multiplican, tanto su actitud como la de la oposición se pusieron beligerantes y los espacios de acuerdo parecen haberse reducido.

¿Logrará el presidente remecerse de las críticas y retomar la agenda? ¿Buscará crear consensos amplios o seguirá en la estrategia de desarmar a la oposición y arrancar votos de parlamentarios individuales en el Congreso? ¿Logrará convocar a la oposición en los grandes proyectos que requiere el país o seguirá en su estrategia de hacer anuncios con letra chica? En definitiva, ¿tendrá el presidente la astucia para no pecar de astuto?

El comienzo ha sido agitado. El presidente no llevaba ni dos días electo cuando enfrentó la tradicional rueda de prensa con los canales de televisión, y el tema de los conflictos de interés surgió con fuerza. Recién juraba como primer mandatario y la prensa consignaba cuántos días llevaba sin cumplir su promesa de enajenar las acciones de la discordia. Al designar el gabinete, su propio sector llevó el pandero de los reclamos, al igual que ahora, cuando han surgido críticas al manejo de su imagen. Mientras sus propios dirigentes llaman sencillamente "Piñera" al presidente, las voces de cambio de gabinete vienen desde los partidos de derecha más que de la oposición.

El terremoto del 27 de febrero pudo haber abierto un espacio para el diálogo, pero terminó atrincherando aun más las posiciones. En vez de aunar voluntades, el gobierno terminó trabajando solo (¡si hasta se peleó con el Techo para Chile!). Al día de hoy no se conoce un plan maestro -más allá de las obvias tres etapas: emergencia, invierno y reconstrucción- ni se ha convocado a las comunidades ni a la sociedad en general para discutir cómo visualizan los nuevos pueblos y ciudades. El proyecto de ley de impuestos terminó más azuzando conflictos que sirviendo de punto de encuentro. El anuncio inicial -en breve: subirles el impuesto a los ricos para levantar las casas de los pobres- estaba plagado de excepciones, contraexcepciones y letra chica, con alzas transitorias y bajas permanentes que terminarán por disminuir la recaudación fiscal en el mediano plazo. La risotada del ministro de Minería tapó el epíteto de "antipatriotas" para quienes rechazaron la propuesta de royalty, pero ambos fueron igual de insultantes.

La estrategia general del gobierno es, al parecer, desarmar al adversario, aun a costa de que dentro de éste terminen primando los sectores menos dialogantes. Si ya había arrancado aplausos el anuncio del impuesto de primera categoría entre quienes en la Concertación no leyeron -o no entendieron- la letra chica, algo similar ocurrió con el ya famoso descuento del 7%, cuyo anuncio en el 21 de mayo estaba plagado de plazos y condicionalidades.

Cuando el gobierno puede, golpea. El reflejo espontáneo es el manotón, la diatriba y la pasada de cuenta. Las cifras de la Casen eran una estupenda oportunidad para colocar con fuerza una agenda propositiva y épica respecto de la superación de la pobreza. Pero así como con el terremoto, el gobierno prefirió desarmar al adversario antes que convocar a su gente. Culpar a la ineficiencia y la corrupción de la pobreza en Chile fue sencillamente una exageración que el mismo presidente tuvo que apresurarse en corregir. Todo ello sin siquiera mencionar la animosidad que despierta en la centroizquierda la obsesión de algunos, en la actual administración, de enlodar al gobierno de Bachelet.

¿Es sano reducir el ámbito de la cooperación? Claramente no. Porque gobierno y oposición están obligados a relacionarse durante los próximos cuatro años. Y cada pecado de astucia termina minando la confianza del interlocutor.

Las tentaciones de actuar así -siempre a lo winner, sin medir consecuencias- son grandes. Por una parte, producto del ciclo económico positivo y los festejos del Bicentenario, el presidente puede terminar el año con un razonable nivel de aprobación y la Concertación -producto de sus rencillas- con una alta desaprobación. Por otro lado, los nuevos gobiernos de signo distinto al anterior siempre tienen la tentación de utilizar el aparato comunicacional para enlodar al antecesor.

Pero todo ello puede no servir en el largo plazo. En teoría de juegos, la reputación tiene crucial importancia. Pero sobre todo, hay muchos temas que requieren grandes acuerdos, porque si no, sencillamente no se avanzará en lo realmente importante.

El esfuerzo de dar adecuado cauce al debate político es de todos, sin dudas. Pero al gobierno y, muy particularmente al presidente, le cabe una responsabilidad primordial. A veces hay que dejar pasar algunas. A veces hay que permitir que otros ganen. El jefe de Estado no es un jugador más en el tablero político. Llevar el debate hacia el terreno del diálogo y lejos de la consigna es una tarea ineludible si se quiere de verdad trascender como gobernante.

*Cientista político. Ex asesor de Michelle Bachelet. Investigador de Cieplan.

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