Por Daniel Hojman Mayo 21, 2010

Los días que siguieron al terremoto nos sorprendieron con saqueos y comerciantes en las zonas devastadas que cobraban tres veces el precio normal de un kilo de pan. Luego se sumó la dilatada venta de LAN y CHV, en un contexto en que miles han perdido todo. Son tres ejemplos de naturaleza muy distinta -unos fuera de la ley, otros no; unos con ropa de calle, otros de corbata y en el palacio-. Sin embargo, los comentaristas han sugerido que todos reflejan la pobreza valórica de una sociedad donde las aspiraciones materiales son el espíritu del tiempo. Los más optimistas enfatizan en la necesidad de "cambiar de ángulo". Y potenciar la solidaridad que ha surgido con fuerza como respuesta a la catástrofe.

La cuestión del "mercado y la virtud" en sociedades capitalistas tiene historia, una que se reinventa cuando los países enfrentan una crisis sistémica como el terremoto o una recesión. Frente a la arbitrariedad que nos supera colectivamente, empatizamos con los otros seres humanos que sufren y que podríamos ser nosotros. Esa empatía nos mueve a cuestionar la legitimidad de un sistema que da pocas razones para preocuparse por el otro. ¿Estamos condenados al capitalismo? Sí, claro. El capitalismo es un chicle pegote y de flexigoma. Pero en democracia, el sabor del chicle lo deciden los ciudadanos.

Capitalismo y democracia

En los albores de la primera globalización, Montesquieu vio en el comercio una fuente de civilidad, de entendimiento racional y confianza mutua, una salida del embrutecimiento y la promesa de prosperidad. Poco después, al despegar la revolución industrial inglesa, Adam Smith fue pionero en comprender que los mercados y las decisiones de individuos buscando su propio bienestar permiten coordinar en forma descentralizada la producción y el consumo de la gran mayoría de los bienes y servicios que adquirimos. Un productor de arándanos en Puerto Varas no necesita saber cómo se hacen las bolsas del packing ni hablar con el chef en Praga para saber si incluyó la salsa de arándanos en la carta. Para producir necesita saber los precios del packing y de su producto. Al chef, Puerto Varas no podría importarle menos, pero el precio de los arándanos determina el menú. Los precios transmiten información sobre los costos de producir, y los deseos por consumir son el núcleo de un paradigma de autoorganización social basado en el encuentro de la oferta y la demanda.

En Hayek y Milton Friedman la veneración de los mercados adquirió carácter religioso. Lo digo sin ironía. Son pocos los pensadores recientes con ideas tan poderosas como para mover sociedades completas. Para los neoliberales, los mercados son expresión de la libertad humana, de la fuerza transformadora del emprendimiento individual, motor del conocimiento y la innovación que conduce al progreso, instituciones que recompensan el mérito y la responsabilidad. Uno de los grandes economistas de hoy y continuador de la escuela de Chicago, Andrei Shleifer, bautizó el último cuarto de siglo como La era de Milton Friedman. Un período marcado por la transición de países excomunistas y reformas promercado en el mundo entero.

"El capitalismo chilensis, como el de otros países, reproduce nuestra cultura. Esa cultura es maleable. Se cambia con voluntades y con reformas educacionales, políticas e institucionales".

Ésta es la mitad de la historia. En el siglo XIX, los mercados adquirieron un perfume maligno al ser asociados con la codicia de los poderosos, la explotación de los débiles y la enajenación de libertades básicas del hombre. Para los críticos sociales, el capitalismo expresaba la dominación de unos sobre otros. Incluso en EE.UU. -la panacea del capitalismo-, el final del siglo XIX acogió la frustración de los consumidores abusados por los "barones del mal", los dueños de los monopolios del transporte que amasaron las primeras grandes fortunas del país y motivaron fuertes demandas por regulación.

El avance de esas demandas es el avance de la democratización. Las democracias capitalistas superponen dos estructuras de poder, la de la riqueza y la de los derechos que se reparten igualitariamente -"un hombre, un voto"-: la igualdad ante la ley. Y aquí empezamos a llegar a puerto, porque la libertad, igualdad y fraternidad no siempre van de la mano. La democracia impone sobre los individuos decisiones colectivas. Esto se traduce en limitar las desigualdades y potenciales abusos, a través de la regulación y la redistribución. Y aunque estas intervenciones del Estado pueden expandir las posibilidades de algunos, típicamente los que tienen menos, restringen las libertades de otros. Esta restricción nunca es obvia, especialmente en sociedades donde la prosperidad individual es más fruto del mérito que del privilegio.

Variedades de capitalismo

No todos los capitalismos nacen y se desarrollan igual. Existen "variedades de capitalismo" y cada variedad expresa los valores de las leyes y la cultura que encauzan su funcionamiento. En Florida subir el precio del pan después de una catástrofe es ilegal; no es así en otros lados. Tras el terremoto de Kobe -en Japón-, la gente no saqueó las vitrinas rotas. Más allá de la ley, esas motivaciones las enterró a temprana edad el proceso de socialización. Hay sociedades donde la ley es muy celosa de los conflictos de interés o, simplemente, los estándares de virtud pública relevan al estadista de cálculos privados que son incongruentes con la ética democrática.

Muchas veces, tal vez las más, lo que está en juego no es la "virtud", sino la competencia entre valores distintos. En los países nórdicos y Holanda, los mercados laborales están regulados por instituciones que  toman explícitamente en cuenta la equidad y la necesidad de propiciar un clima de colaboración entre empresarios y trabajadores, aunque ello implique sacrificar libertades y eficiencia. En EE.UU., la flexibilidad, la eficiencia y los incentivos a destacarse parecen primar por sobre esas consideraciones. Más aún, la codicia en EE.UU. no es motivo habitual de reproche porque es funcional al sueño americano.

Además de las diferencias entre países, es posible que en algunos momentos de la historia una sociedad necesite liberalizarse, mientras que en otros, el imperativo social sea la igualdad. El estado de bienestar en muchos países europeos ha sufrido importantes reformas liberalizadoras. En Holanda, por ejemplo, los beneficios de desempleo por razones de salud se redujeron en los años 90 y el mercado laboral se flexibilizó considerablemente. Por otra parte, el gobierno de Obama acaba de promulgar una reforma sanitaria que aumentará la cobertura de salud en forma sustancial, la expansión más significativa del estado de bienestar en EE.UU. desde los años 70.

El capitalismo chilensis, como el de otros países, reproduce nuestra cultura. Esa cultura es maleable. Se cambia con voluntades y con reformas educacionales, políticas e institucionales. En las décadas que vienen, nuestra democracia será el escenario donde negociemos nuestra variedad de capitalismo. Será una guerra cultural, y cuando acabe sabremos si somos los gringos o los holandeses de Sudamérica.

*Economista chileno. Profesor de Políticas Públicas de la Universidad de Harvard.

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