Por Francisco Javier Díaz Diciembre 26, 2009

Cada vez que alguien cuestiona la existencia del progresismo, tiendo a pensar que esa persona no es progresista. Y casi siempre le achunto. Por alguna razón que no me explico, el deporte favorito de los no progresistas es negar la existencia del progresismo. Casi como una obsesión. Casi como un complejo. ¿Por qué no se dedican mejor a armar su propia narrativa? ¿Será porque el progresismo se construye, precisamente, en oposición a los privilegios que ellos desean conservar?

El progresismo es antónimo de conservadurismo, o sea, el arte y oficio de conservar los privilegios que de manera desproporcionada e injusta ha asignado el orden político establecido. Pero claro, uno no puede definir las cosas por lo que no son, porque si es por eso, el progresismo tampoco es dulce de membrillo. ¿Cómo definirlo entonces? ¿Cómo saber de qué se trata esta corriente política que tanta envidia genera? A mi juicio, son tres los elementos que definen a un progresista.

No al statu quo

Primero, la lucha por el cambio social, lo que significa sentir malestar con el statu quo. En el fondo, el progresista cree sinceramente que el mundo no tiene un orden natural y que el ser humano puede ser sujeto de su propio progreso. No hay nada -ni ley divina ni ley terrenal-que diga que los privilegios deben mantenerse o que no se puede cambiar la injusticia social.

Y claro, el concepto evoluciona a lo largo de la historia. En el siglo XVIII, el progresismo era entendido como la lucha por las ideas de la ilustración en contraste con verdades y monarcas de origen divino. En el siglo XIX, el progresismo lucha fuerte por la democracia, por el estado de derecho y las libertades personales. En el siglo XX se incorporan los conceptos de clase, justicia social y el Estado como promotor del desarrollo y el bien común. En el siglo XXI, sumamos a todo lo anterior el cambio climático y la protección ambiental.

En general, los progresistas se ubican del centro hacia la izquierda. Socialistas, socialdemócratas y laboristas son progresistas casi por definición, aun cuando a veces caen en formas sutiles de paternalismo estatal, el que, al no confiar plenamente en las capacidades de las personas, se aleja un pelito del ideal progresista. Los socialcristianos y su espíritu igualitario y comunitario son también progresistas, especialmente en aquellos países -como Chile-donde han liderado la defensa de los derechos humanos. Y hay también grandes liberales progresistas, como el amigo Obama y tantos otros que desafían, en el contexto de sus realidades, el orden establecido.

Pragmatismo

El segundo elemento que define al progresista es el pragmatismo. Significa que él cree más en la reforma racional, gradual y constante (ojalá acelerada), que en la solución mágica. El progresista recela profundamente del demagogo. Le gusta ganar votos y cariño, pero no a costa del atolondramiento o la torpeza. Cree que se puede ser popular sin ser populista, básicamente porque las ideas que defiende son justas y son mayoritarias.

El pragmatismo progresista se traduce en una fuerte preocupación por las políticas públicas bien fundadas. Prefiere evaluar los resultados más que juzgar las intenciones. Si termina bien, estuvo bien. Si funciona, no lo arregles. Si no tienes datos, no discutas. Son todas máximas del policy maker progresista.

Por alguna razón que no me explico, ser riguroso en las políticas públicas ha tendido a identificarse con ser poco izquierdista. Pero eso no debe ser así. Las regresiones multivariadas no son armas del imperialismo ni la econometría es caballo de Troya de la burguesía. Son herramientas para analizar realidades sociales que no se pueden desechar. El progresista jamás traicionará la rigurosidad en el análisis y la propuesta, porque el progresismo es constructo humano, racional y cartesiano, que persigue valores nobles, pero que se preocupa de que éstos se concreten efectivamente en la práctica y no queden en la perorata.

Abiertos y democráticos

Tercero, el progresista es y debe ser abierto y democrático. La diversidad forma parte de su esencia. La discusión de ideas es el aire que respira. La libertad de las personas es lo único sagrado que reconocen. Por eso, los autoritarios no pueden ser progresistas. Los que defienden la dictadura chilena no pueden ser progresistas. Los que no respetan las opciones de vida privada de las personas no pueden ser progresistas.

En la dialéctica entre libertad e igualdad, el progresista busca la síntesis. Los que se olvidan de la igualdad no son progresistas. Pero los que conculcan la libertad en nombre de la igualdad, tampoco lo son.

Aunque duela

El progresismo estará en boca de todos a propósito de la segunda vuelta electoral en Chile. A mi juicio, el progresismo es mayoría en el país. Por una parte, los chilenos valoran enormemente sus libertades personales así como la libertad para emprender económicamente y hacer lo que les plazca con su vida. Es el ideal libertario que se encuentra en todo progresista.

Pero, al mismo tiempo, los chilenos valoran que exista un Estado que los apoye en su esfuerzo. Valoran que se haya construido una red de protección social que los acoja en momentos difíciles y que hayamos dejado atrás el dogma individualista de las políticas sociales del neoliberalismo. Valoran que exista un Estado que nivele la cancha en favor de quienes no tienen privilegio alguno. Los chilenos se sienten orgullosos de la tradición comunitaria y solidaria de su pueblo, que a pesar de la doctrina neoliberal de la dictadura, hoy florece en leyes e instituciones. Es el ideal igualitario que se encuentra en todo progresista.

En definitiva, se trata de pragmatismo, justicia social y plena libertad. Empiria, sudor y lágrimas. Eso es el progresismo, aunque duela.

* Abogado y cientista político. Asesor de la presidenta Michelle Bachelet

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