Por Juan Carlos Jobet* Diciembre 19, 2009

El principal legado de un gobierno de Sebastián Piñera sería terminar una tarea que comenzó Ricardo Lagos: cerrar un ciclo. Lagos erradicó, de la cabeza de la actual oposición, los fantasmas que existían sobre un Chile gobernado por un socialista. Piñera haría lo mismo en la cabeza de la Concertación: espantaría los fantasmas sobre un país gobernado por la centroderecha.

Una noche de fines de mayo de 1999, yo y un grupo de amigos comimos con un empresario y dirigente gremial en su casa de La Reina. El tema de discusión era la primaria de la Concertación, entre Andrés Zaldívar y Ricardo Lagos. El dueño de casa intentaba convencernos de ir a votar por Zaldívar. Aunque contra Zaldívar las posibilidades de Lavín, su candidato preferido, eran menores que contra Lagos, según él había que hacer todo cuanto fuera posible para evitar que un socialista llegara a La Moneda, porque eso sería, a su juicio, un desastre para Chile.

La simple imagen de Lagos, la pura idea de un socialista en el poder, despertaba en este empresario la fantasía de que el gobierno de su país se convertiría en su enemigo y pondría en riesgo gran parte de aquello en lo que él creía. Para él, Lagos era sinónimo de caos y amenaza.

En su predicción de desastre no había argumentos racionales: la izquierda chilena había dado muestras de renovación y la Concertación, con Lagos en un rol protagónico, había gobernado con éxito por una década. No, en su argumentación no existía racionalidad. Era una fantasía enquistada como un tumor. Un tumor invisible, pero no por eso menos real, que condicionaba la forma en que un empresario -influyente, culto, líder entre sus pares- influía en el destino de su país. Un fantasma que condicionaba la forma en que hablaba a los jóvenes, y la forma en que conducía sus negocios y ejercía su liderazgo gremial.

Después de una acalorada discusión, la noche terminó. A los pocos días, Lagos ganó a Zaldívar en las primarias, y a los pocos meses, ganó a Lavín en la presidencial. Y después gobernó, con aciertos y desaciertos, durante seis años.

Del gobierno de Lagos quedaron carreteras, una mejor Constitución, la regla de superávit estructural. Esas cosas están ahí, visibles para todos. Pero el legado más importante de su gobierno no se puede ver, ni se puede medir, porque está en la cabeza de la gente, y tiene consecuencias más profundas, trascendentales y duraderas que cualquier carretera o regla macroeconómica.

Lagos espantó los fantasmas de que el socialismo nos llevaría al desastre. Él terminó por ganarse no sólo el respeto, sino la admiración de una inmensa mayoría. Entre ellos la del anfitrión de esa comida en La Reina, con quien viajaba al extranjero y discutía, sentados en la misma mesa, sin prejuicios ni temores, reformas para un Chile mejor.

Hoy, tras diez años con socialistas en La Moneda, cuesta acordarse de la campaña de satanización que se hizo contra Lagos. Parece impensable que los empresarios -y gran parte del mundo político- hayan tenido miedo de que él fuera presidente. Hoy parece extemporáneo, pero no lo era en 1999. Ése es el gran legado de Lagos.

Esa tarea, sin embargo, no está terminada. Lagos espantó sólo la mitad de los fantasmas. La otra mitad sigue enquistada en muchas cabezas que hoy demonizan un posible gobierno de Piñera. Cabezas que buscan retener el poder no por el mérito de sus propuestas, sino sembrando el miedo sobre un gobierno de centroderecha.

Puede ser que la campaña negativa en contra de Piñera sea simple cálculo electoral: satanizar al adversario para quitarle votos, aunque uno no crea realmente en sus propias críticas. Puede ser, pero me temo que hay más que eso. Me temo que aún persiste en muchos el miedo real-tal como existía en 1999 en la cabeza de ese empresario y muchos otros el pánico a Lagos- de que si gobierna la actual oposición, en Chile pasarían cosas muy malas: los que ya son ricos y poderosos usarían el poder del Estado para hacerse más ricos y más poderosos. Los más pobres serían olvidados y no recibirían lo que les corresponde. El presidente no garantizaría gobernabilidad y reinaría el caos social.

Nada de eso pasaría, desde luego. Quienes llegarían al gobierno con Piñera han hecho por veinte años una oposición constructiva y razonable, gobiernan con éxito y sin sobresaltos municipalidades en todo Chile, y han evolucionado, tal como lo hicieron en 1999 quienes hoy están en el gobierno. A decir por los resultados de la primera vuelta, un inmenso número de chilenos parece entender eso bien. Pero aún falta que los fantasmas mueran en la cabeza de muchos otros.

Terminar de una vez con los fantasmas es fundamental. Porque una cosa es sentir que el gobierno no hace por nosotros todo cuanto podría, o que no comparte nuestra visión sobre ciertos temas importantes -eso es natural en cualquier democracia-. Lo que no es natural, y lo que debemos dejar atrás de una buena vez, es el miedo como herramienta política, las campañas de satanización, la fantasía de que nuestro propio gobierno puede convertirse en nuestro enemigo.

Soy de los que creen que un gobierno de Piñera daría más oportunidades y herramientas a los chilenos para cumplir por sí mismos sus sueños. Que inyectaría más dinamismo a la economía. E imprimiría sentido de urgencia a la gestión pública. Y todo eso es importante. Pero creo no ir demasiado lejos al decir que la principal herencia de un gobierno liderado por quienes están hoy en la oposición, sería terminar de una vez con los fantasmas que nacieron en el violento y polarizado tercio final del siglo pasado. Cuando eso pase, habremos terminado de perdonarnos y cerrado las heridas. Ya es hora.

* Socio Asset Chile. MPA y MBA de Harvard

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