Por Evelyn Erlij // GettyImages Marzo 2, 2018

Hollywood es un gran álbum del recuerdo, algo así como un lote de imágenes en las que la cultura dominante se engalana y pone sus mejores caras para ser inmortalizada. A todos nos pasa: cuando miramos las fotos amarillentas de nuestra juventud, esas en que aparecemos felices con peinados raros, hombreras anchas y otras aberraciones de la moda, cuesta no afirmarse la cara a dos manos. La industria cinematográfica también es un espejo de la vergüenza que recuerda los momentos más bochornosos de la historia cultural reciente, como los días en que Fred Astaire o Judy Garland se pintaban de negro para interpretar a afroamericanos, en que Yul Brynner o Mickey Rooney actuaban de asiáticos, o cuando Natalie Wood hacía indistintamente de latina en Amor sin barreras (1961) o de nativa americana en Más corazón que odio (1956).

Ejemplos así hay un montón. Según estudios, los personajes negros son los primeros en morir en las películas de terror, donde también las mujeres que tienen sexo están condenadas a ser víctimas fatales. Si el cine funciona como un gran retroproyector, como un mega View-Master —ese juguete hipnótico para mirar discos de diapositivas— en el que se asoma el pasado, la historia que salta a los ojos a partir de Hollywood es, grosso modo, un relato racista y sexista poblado de personajes blancos y heterosexuales. Las minorías, cuando aparecen, suelen ser retratadas en un plano en picado, desde arriba y a lo lejos, y aunque suene a mezcla de peras con manzanas, esta cita de Marx sobre los campesinos también corre para latinos, asiáticos, africanos, gays o trans en el cine mainstream: “No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados”.

Cuando Daniela Vega esté arriba del escenario, con su talento, su cuerpo trans y su acento chileno le enrostrará a Hollywood sus años de vergüenza.

La nominación de Una mujer fantástica a Mejor Película Extranjera y la participación de la actriz chilena Daniela Vega en la ceremonia de los Oscar es un avance indiscutible, pero también es un mea culpa: hasta hace muy poco, interpretar a un transgénero o a un transexual en la pantalla grande era un ticket seguro al panteón de la Academia. Están los casos de William Hurt por El beso de la mujer araña (1985), de Hilary Swank por Boys Don’t Cry (1999) o de Jared Leto por Dallas Buyers Club (2014) —todos ellos premiados—, o de las nominaciones que recibieron Jaye Davidson por El juego de las lágrimas (1992), Felicity Huffman por Transamérica (2005) o Eddie Redmayne por La chica danesa (2015). La historia en esos filmes es siempre la misma: ningún personaje trans es representado por un actor trans. La identidad de género es una performance, es una actuación y un poco de maquillaje.

Además de ser un cupón de canje para estatuillas —Jeffrey Tambor, el actor de la serie Transparent, ganó un Globo de Oro y dos Emmy por interpretar a un padre que cambia de sexo—, la transexualidad en el showbiz ha funcionado como un golpe de efecto: en thrillers como Vestida para matar (1980), el giro dramático está en descubrir que el asesino es transexual, “factor sorpresa” que también saca risas en comedias como ¿Y dónde está el policía? 33 1/3 (1994) —cómo olvidar la escena en que la sombra de Anna Nicole Smith revela una “protuberancia” sospechosa— o Ace Ventura (1994), donde Jim Carrey vomita al son de Boy George cuando cree que la mujer con la que estuvo es un hombre. Hacer algo de historia importa: es el telón que tendrá Vega a sus espaldas cuando suba al escenario de los Oscar este domingo.

La fama vertiginosa que ha logrado la chilena en Estados Unidos —fue portada de la revista W junto a Robert Pattinson, IndieWire la candidateó para los Oscar, el New York Times la eligió entre las 10 mejores actuaciones de 2017— es, en parte, un eco de la llamada “revolución del género”, como la llamó National Geographic; es una postal del terremoto que agita estos días la sociedad patriarcal y heteronormativa, y que se intensificó con los movimientos #MeToo y Time’s Up. En ese contexto, Daniela Vega, latina y trans, es un cortocircuito, una disrupción: encarna esa otredad cultural y de género tan estereotipada o esquivada por el cine hollywoodense; desafía la violencia de los discursos conservadores y xenófobos de la era Trump, tensiona el cliché de América Latina como el paraíso del machismo.

Más de alguien verá el gesto de la Academia como otro golpe de efecto —mal que mal, el showbiz es subproducto de un capitalismo que fagocita los discursos disonantes—, pero lo que importa, a la larga, es tanto la visibilidad que tendrá el tema, como la lección que Una mujer fantástica, desde la periférica América Latina, le dará a Hollywood: en el filme, el director Sebastián Lelio no sólo humaniza a la protagonista al mostrarla como una mujer fuerte y digna que ama y sufre como cualquiera. También deja en claro que, a estas alturas, nadie necesita ventrílocuos ni intérpretes, que todos tienen voz para hablar por su cuenta. Daniela Vega, con su talento, su cuerpo trans y su acento chileno le enrostrará a Hollywood sus años de vergüenza. Pasa incluso en las películas: el pasado nos condena.

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