Por Pablo Ortúzar , Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad Marzo 2, 2018

La idea de soberanía individual es hoy  de uso común en las discusiones públicas. Se demanda que cada uno tenga derecho a elegir su propia identidad, asignando al Estado el deber de remover los obstáculos a esta elección y exigiendo que el resto de la sociedad acepte estas decisiones, cualquiera sea su contenido.  Esta visión captura la imaginación de amplios sectores de izquierda y derecha. Sin embargo, es poco examinada.

La idea de soberanía, como explica Jean B. Elshtain en Sovereignty: God, State, and Self, aparece en la Baja Edad Media para referirse a la voluntad absoluta de Dios. Antes de eso, Dios era pensado como razón y amor. Y, en consecuencia, la creación era concebida como un acto racional y amoroso, que comprometía al creador. El giro voluntarista implica, en cambio, que el único valor de la creación proviene de ser un acto de la voluntad divina, que bien podría preferir cualquier otra cosa.

"Se transitó a la idea de que cada sujeto debía tener el derecho soberano a elegir su propio ser, sin sujetarse a ningún tipo de determinación natural o social”.

Esta visión teológica, traducida al plano secular, transforma también la comprensión del poder de los gobernantes. Los reyes tomaron esta idea y la usaron para justificar su propio poder como manifestación directa del poder divino. De ahí en adelante, el rey sólo deberá rendirle cuentas a Dios. Y la primera piedra de los estados modernos quedaba instalada.

Con el tiempo, además de desarrollarse los distintos estados nacionales, emergerán varias justificaciones de la soberanía, pero la noción misma no será cuestionada. Sus ventajas eran evidentes: un poder  final e incontestable parecía condición de posibilidad de cualquier orden y única garantía de cualquier derecho. La centralización de ese poder, además, permitía doblarles la mano a los poderes locales, defendiendo a los individuos de su abuso.

Pero los abusos del Estado soberano prontamente escalaron hasta dimensiones  desconocidas. Y la situación no mejoraba dependiendo de en nombre de quién se ejercía el poder: los revolucionarios no fueron menos brutales que los reyes  sentados en la sala de controles del Estado. De ahí que, en distintos momentos históricos, distintas doctrinas que apuntaban a la división efectiva del poder entraran en escena. La subsidiariedad cristiana, las “esferas de soberanía”, el federalismo, el anarquismo y algunas corrientes del liberalismo levantaron las banderas del “pluralismo político”. La sociedad civil y las organizaciones intermedias, en ese contexto, volvieron a ser valoradas positivamente. O, al menos, a verse como espacios legitimados para resistir el poder estatal.

La lucha contra el totalitarismo fue el último capítulo de esa historia. Con la caída del muro de Berlín se suponía que un mundo de libertad e igualdad había llegado para todos. Nunca las manos del Estado soberano habían estado más atadas. Nadie previó, sin embargo, que esa soberanía podría desplazarse desde el encadenado Estado hacia los individuos. Pero así fue: rápidamente desde la reivindicación de la diferencia, la tolerancia y la libertad individual se transitó a la idea de que cada sujeto debía tener el derecho soberano a elegir su propio ser, sin sujetarse a ningún tipo de determinación natural o social. El sujeto debía poder constituirse a partir de la propia voluntad y elegir su sexo, su género, su nombre, su religión y, en última instancia, su especie y edad. Nada debía escapar a la decisión soberana, ni ser impuesto desde afuera. Y, tal como los reyes del pasado usaron la soberanía para reclamar que nada los ataba a las leyes de los hombres, los soberanistas del presente reclaman que nada debe atar al sujeto respecto a la sociedad, y que todo lo que interfiera en ese proceso de autodeterminación debe ser removido por la fuerza del Estado.

Este movimiento, en nombre de la libertad, pretende suprimir la autoridad de los cuerpos intermedios, partiendo por la familia, “neutralizando” los espacios públicos y privados para permitir que nada introduzca “sesgos” en la decisión de los individuos. Esta “neutralización” es llevada adelante por el Estado, cuya capacidad de intervención tiende al infinito, dado que muchos de los bienes que todo ser humano necesita sólo pueden ser provistos por organizaciones distintas al Estado, como la familia, por lo que el esfuerzo estatal por suplantar esas organizaciones termina reclamando grados de sometimiento y recursos sin límites.

Además, esta comprensión del sujeto como voluntad soberana termina poniendo en duda la dignidad de todos los seres humanos que son incapaces de formar o ejercer su voluntad, dependen completamente de otros o interfieren por necesidad con la voluntad ajena. En suma, todos los que estorben al sujeto soberano, incluyendo pobres, viejos, enfermos, presos y niños pequeños, deben ser también “neutralizados” (o suprimidos) por el Estado.

En este contexto, entonces, todos los actores políticos se ven obligados a meditar muy seriamente su posición frente a la idea de soberanía individual y a evaluar sus consecuencias. Bajo la piel de oveja, ya se asoman algunas garras y colmillos.

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