Por Pablo Ortúzar, Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad // AP Febrero 23, 2018

La estrategia gubernamental de regalar tierras a las comunidades mapuches con una mano y arrojar a la policía a una persecución campal contra los elementos subversivos con la otra ha terminado, previsiblemente, en descrédito y vergüenza. Era difícil que fuera de otra manera: el gobierno de Chile hace rato se había convertido en un comentarista más de un conflicto naturalizado, que ya sólo cabía, según varios de nuestros ministros del Interior, “administrar”.

Este concepto de “administrar” suena maquiavélico, pero su materialización ha sido y es más bien ridícula. No hay detrás de él sagaces agentes públicos intentando aislar a los violentistas, descampesinar la zona promoviendo su desarrollo urbano o llevar adelante una estrategia de colonización cultural. No hay, netflixmente hablando, un Mycroft Holmes o un Tommy Lascelles. Hay ganas de mantener el conflicto en una “baja intensidad” combinando, de manera desordenada, billetes y balas. Sin asumir responsabilidad alguna por el resultado de la aplicación de estos recursos.

Siempre que se aborda, se hace de manera estereotipada, funcional al imaginario del valle central. El ‘indio bueno’, folklórico. El ‘indio malo’, terrorista”.

En realidad, parece que a Santiago no le interesa ni preocupa tanto el asunto como para tomárselo en serio, para bien o para mal. En cuanto a los partidos políticos, cuando hablan de él suelen dedicar el 10% inicial de su intervención al caso mapuche, para luego pasar rápidamente a narrar las bondades del modelo de trato indígena neozelandés o canadiense. Nadie nunca ha explicado por qué esos modelos parecen adecuados para lidiar con la situación de La Araucanía, y dudo que pudieran hacerlo.

El caso mapuche nunca se evalúa en sus propios méritos. Y siempre que se aborda, se lo hace de manera estereotipada, funcional al imaginario del valle central. El “indio bueno”, folklórico para las sensibilidades progresistas. El “indio malo”, terrorista para los preocupados por el orden. Lógicas ajenas a todos los actores de La Araucanía, que deben observar con igual estupor el espectáculo de las autoridades centrales.

Lo cierto es que la situación mapuche debería llevarnos a preguntas más fundamentales para recién comenzar a hablar. A preguntas, de hecho, constitucionales. El Estado nacional chileno no es un aparato de dominación neutro y ahistórico. Su organización y crecimiento tienen una historia y muchas víctimas. La soberanía jamás se ha labrado pacíficamente, pues justamente remite a la idea de un poder final, definitivo y absoluto.

La gracia del poder soberano es que, al ser absoluto, puede garantizar ciertos bienes y derechos a los ciudadanos. Es una especie de antídoto a la guerra civil. Su problema, claro, es que puede decidir, en determinadas circunstancias, no garantizar esos bienes y derechos. Eso fue, justamente, lo que le ocurrió a los mapuches, que el Estado consideraba “chilenos”, pero que no tuvo problema en “pacificar”, expropiando a la fuerza y sin compensación sus tierras y arrinconándolos en los peores lugares de lo que antes habían sido sus propiedades.

La soberanía nacional, por supuesto, había sido puesta en peligro por la incursión monárquica del francés Orélie Antoine de Tounens. Pero eso podía justificar una intervención, pero no el despojo. Y los representantes mapuches de todos los partidos siempre han comenzado por hacer presente al Estado chileno que dicho despojo no ha sido olvidado, cosa que a muchos chilenos les parece casi un reclamo contra Pedro de Valdivia.

Otro grupo social, el patronal agrario, aunque mucho más poderoso, se enfrentó también a la expropiación de sus tierras por parte del Estado chileno. Expropiación que, con Allende, derivó en despojo en nombre de la soberanía popular. Esta agresión del Estado, sumada a otros desastres, terminó en una batalla que arrasó con toda la “tradición republicana” felizmente imaginada en ese momento. Y en una dictadura militar que dirigió el poder soberano del Estado contra sus enemigos políticos.

El principio de subsidiariedad, con énfasis en la protección de la propiedad y la autonomía de los cuerpos intermedios, fue enarbolado entonces por la derecha como un contrapeso a la idea de soberanía. Principio de raíz cristiana medieval que demanda al Estado soberano reconocerse al servicio de las organizaciones menores y de las personas.

En tanto, las corrientes progresistas, luego del trauma por la violencia ejercida contra personas de izquierda por parte del Estado, trasladaron la noción de soberanía hacia los sujetos que son los que hoy demandan reconocimiento de su voluntad absoluta. Los “derechos humanos” emergieron entonces como el límite puesto por la izquierda a la acción del Estado.

Pero el tema mapuche jamás ha sido abordado desde la perspectiva de la subsidiariedad, sino simplemente desde miradas soberanistas con algunos tintes de derechos humanos. Y la sociedad aristocrática despojada del valle central nunca ha empatizado con la sociedad aristocrática despojada del sur. ¿Por qué? La respuesta sin duda no cabe en un tuit, pero, quizás por lo mismo, es un buen punto de partida.

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