Por Vicente Undurraga // Foto: Gettyimages Febrero 2, 2018

El otro día me caí. Más bien dicho, caí. Iba caminando algo apurado por la calle Ricardo Lyon, en Providencia, y como era hora de aglomeración, opté por transitar por la berma o como sea que se llame esa vereda paralela que va entre la platabanda y la calle. Iba con una mochila y una bolsa con libros cuando de repente pisé algo de fierro. Lo supe por cómo sonó. Estaba –hablo de microsegundos– reparando en el sonido y la plancha metálica que pisé se inclinó, pasando vertiginosamente de la posición horizontal a la vertical, a consecuencia de lo cual se abrió un forado por el cual procedí a desaparecer en un segundo, quedando hundido en un 80%, hasta el pecho, y con la mano arriba, no sé bien por qué.

Al impulsarme con los pies para intentar trepar, algo en el piso subterráneo cedió y entonces caí otro poco, muy poco, pero ahora sobre suelo blando. Fango, para ser más exacto, y fue entonces cuando el 15 o 20% de mi ser que permanecía sobre el nivel de la calle comenzó a hundirse en cámara lenta, ante la mirada atónita de los peatones que empezaban a aglomerarse. Probablemente algo parecido al espanto se dibujó entonces en mi cara, a juzgar por las manos que desde arriba (¡tan arriba!) vi que se me tendían al son de gritos que me instaban a agarrarme fuerte, a no soltarme. Eso es un recuerdo secundario, en todo caso, porque de ese momento recuerdo más que nada el nanosegundo en que pensé, pero con claridad meridiana –en HD, podría decirse–, que me iría yendo a las cloacas de la ciudad, donde quedaría encerrado a la espera de ayuda, que por asociación y economía relacioné mentalmente y en un tris con la ayuda brindada por el primer gobierno de Piñera a los 33 mineros.

"Pensé, con claridad meridiana, que me iría yendo a las cloacas de la ciudad, donde quedaría encerrado a la espera de ayuda”.

Fue entonces que recordé instantáneamente un sueño reciente en que me quedaba atrapado de noche en la estación de metro Baquedano, que no estaba iluminada, pero tampoco oscura, sino en blanco y negro y vacía, sin guardias, operarios ni personal de aseo. Al no poder acceder a las salidas, bajaba al andén, donde pasaba una y otra vez un tren, pero sólo de dos vagones y a una velocidad extrema, que yo pensé exageradamente como la de la luz, aunque alcancé a reconocer la cara del conductor en la cabina y como era Rafael Garay la pesadilla pasó de negro a negro oscuro, como negro oscuro era el barro o fango acumulado en esa zanja de recolección de aguas lluvias de la calle Ricardo Lyon en que yo me hallaba atrapado a las siete de la tarde, aferrado a la mano de un viejo de buena voluntad, pero tan escuálido que casi lo centrifugo si no hubiera sido por la mano firme de un joven que se sumó a la faena de rescate, logrando jalarme y traerme de vuelta a la vereda, donde la vergüenza ante el inusitado protagonismo me llevó, como es habitual en estos casos, a proceder con torpeza, balbuceando explicaciones y tratando inútilmente de sacudir el barro de mi ropa. Me percaté entonces de que la mochila había sido mi real salvadora al acolcharme la espalda, evitando que me rasguñara o torciera o derechamente quebrara la columna, los hombros, el coxis. Los libros quedaron en el hoyo.

Di las gracias a mis rescatistas, dije en voz alta “qué horror” como para darle algún testimonio al público reunido y entonces vi a una señora que había estado desde el principio ahí, pero cuya expresión no cambiaba; era quien venía caminando detrás mío cuando caí: el horror en su cara fue el mejor registro, mucho más que el eventual video que en este momento la policía militarizada de Providencia puede estar consultando, no descarto que entremedio de risas, en la oficina municipal de seguridad, esa donde desde la llegada de Evelyn Matthei se creó un especie de GOPE local preocupado de la seguridad vecinal. Pero al lado de ese hoyo, un lanza es la nada misma en materia de peligro. Que tome note la alcaldesa. No sólo de delincuencia viven sus adherentes.

Me fui rápido, pasando a varios testigos, que al verme recuperado se permitieron soltar la risa, de modo que iba yo por Lyon embarrado y chorreante como Depredador y dejando un reguero de mal disimuladas burlas. Al llegar a la casa me despedí para siempre de los zapatos y la ropa y me metí a la ducha, momento en el que comenzaron a arderme los rasmillones y uno que otro moretón menor.

He contado esto y la respuesta es siempre la misma: demanda al municipio. Pero no tuve lesiones graves, la vergüenza me hizo huir rápido y no tengo testigos. Y, para colmo, me siento mal conmigo mismo porque recién ahora que lo escribo atiné a denunciar el hoyo, que quizás siga ahí, mientras la alcaldesa concentra esfuerzos en robocopizar la comuna y otros afanes como parece serlo, dicho sea de paso, el menguar el protagonismo de los libreros en la feria que se pone en enero en el frontis del municipio, donde este año hubo notoriamente menos libros (y más fondeados) y más antigüedades; a este paso, de aquí al 2020 sólo habrá anticuarios, lo que ciertamente propiciará la permanencia en la comuna de la alcaldesa y su ideario. Y los libreros quedarán en el hoyo.

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