Por Claudio Hetz // Neurocientífico y director de BNI, Universidad de Chile. Enero 12, 2018

Luces al fin del mundo (Planeta), libro publicado recientemente por Nicolás Alonso, narra las historias de once científicos chilenos, entre ellas la mía, y explora las motivaciones y circunstancias particulares que llevaron a cada uno a dedicar su vida a la ciencia. Son relatos que rescatan el valor de la investigación chilena y su calidad mundial en diversas áreas, y que demuestran cómo nuestros investigadores aportan descubrimientos únicos que, por distintas razones, son desconocidos para la mayoría de la población. También nuestros propios privilegios naturales para hacer ciencia: tenemos las momias más antiguas del mundo, nuestros cielos son la principal ventana para entender el universo, el desierto de Atacama tiene más meteoritos por metro cuadrado que cualquier otro lugar del planeta y somos el país de Latinoamérica más avanzado en biomedicina.

En Chile, el arqueólogo Donald Jackson descubrió un cuerpo milenario que puso en duda las teorías sobre el poblamiento del continente. En Chile, la oceanógrafa Susannah Buchan descubrió que nuestras ballenas azules cantan distinto a cualquier otra en el mundo, y un grupo de paleontólogos estableció la existencia de nuevas especies de dinosaurios antes desconocidas. Son historias épicas sobre cómo la pasión de algunos personajes solitarios y algo obsesivos ha permitido proteger a pulso nuestras riquezas. Lo cierto es que, a pesar de sus hallazgos, en todos estos relatos hay también una buena dosis de frustración, producto del desinterés de los gobiernos de turno por rescatar y proteger este patrimonio. A medida que pasan las hojas del libro, el corazón del lector se debate entre la maravilla infinita y la angustia de vivir en un país tan precario, sin visión de futuro.

"En Chile, las decisiones sobre el financiamiento de la ciencia aún las toman los economistas. Pero deben entender que en un mundo globalizado las soluciones surgen de aportes múltiples. Así funciona la ciencia del siglo XXI”.

Chile es uno de los países OCDE que invierten menos en ciencia y en tecnología, apenas un 0,3% de su PIB. En promedio, el resto invierte un 2,4%, y tiene ocho veces más científicos por habitante. De los 35 países miembros, sólo cinco invierten menos del 1%: Polonia, Eslovaquia, Grecia, México y Chile. A pesar de esta enorme desventaja, nuestro país produce ciencia de calidad mundial con altos índices de impacto, y lidera la generación de propiedad intelectual en Latinoamérica. Los recursos naturales y humanos están, falta que el gobierno los utilice para catapultar a Chile hacia un desarrollo pleno.

El 2017 se dieron pasos importantes para que los chilenos entiendan el lugar que podría tener la ciencia para potenciar nuestro crecimiento. La intención de crear un ministerio que ordene el financiamiento y la investigación con visión a largo plazo, espero, ayudará a posicionar a la ciencia en el centro de nuestro desarrollo. Hoy muchos chilenos se enorgullecen de los logros de la investigación nacional y comprenden que es un bien fundamental, incluso la única esperanza frente a problemas de salud complejos. La ciencia es un componente fundamental en la fórmula que buscamos para ser un país desarrollado, como ha quedado demostrado en los países que transformaron su economía en las últimas décadas, construyendo sociedades basadas en el conocimiento.

En Chile, sin embargo, las decisiones sobre el financiamiento de la ciencia aún las toman los economistas, que nos exigen casos de éxito que justifiquen una mayor inversión. ¿Qué inventos, qué terapias han surgido de la ciencia chilena? A primera vista, no es una pregunta infundada. Pero deben entender que en un mundo globalizado las soluciones surgen de aportes múltiples, que van empujando el conocimiento hasta que se produce el punto de inflexión en algún lugar. Así funciona la ciencia del siglo XXI.

Es fundamental que generemos un cambio cultural que permita desarrollar pensamiento crítico para enriquecer todas las dimensiones de nuestra sociedad. Recientemente, Nature —la revista científica más prestigiosa del mundo— publicó un informe lapidario sobre nuestro país, subrayando el estancamiento de nuestra economía a causa de su modelo obsoleto, no diversificado, incapaz de explotar oportunidades y basado en exportar recursos naturales sin valor agregado. Sin dejar de mencionar, por supuesto, que la mayoría de nuestras riquezas son explotadas por empresas extranjeras, que siguen agotando lentamente un potencial que está a la mano para sacarnos del subdesarrollo.

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