Por Pablo Ortúzar // Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad // Foto: Agenciauno Diciembre 7, 2017

Las elecciones presidenciales más importantes de la posdictadura parecieran tratarse de nada. Dan la impresión de una especie de reality de bajo presupuesto. Y comienzan a engendrar la sensación de que, gane quien gane, estamos jodidos. Que lo que se ha degenerado es la convivencia política y la posibilidad de lograr acuerdos racionales. Que el pensamiento se ha vuelto impotente. Que sólo un dios puede aún salvarnos.

Sin embargo, que parezcamos incapaces de hablar de lo que está pasando no significa que no esté pasando nada. De hecho, la situación es la opuesta. El país cambió radicalmente durante los últimos 15 años. Pasamos a ser un país envejecido y mayoritariamente de clase media. Esto planteaba nuevos problemas que debían ser anticipados y enfrentados mediante reformas oportunas. No se hizo así. Y esto abrió la posibilidad para un cambio en la dirección de nuestro desarrollo. Bachelet II es ese golpe de timón, esa voluntad de refundación política.

El país cambió radicalmente durante los últimos 15 años. Pasamos a ser un país envejecido y mayoritariamente de clase media. Esto planteaba nuevos problemas que debían ser anticipados y enfrentados mediante reformas oportunas. No se hizo así”.

La sensación de mareo, de hecho, es en buena medida efecto del gobierno saliente, que le impuso un ritmo a la política imposible de seguir por los ciudadanos. Los distintos regímenes de gobierno se caracterizan también por distintos ritmos. Y Bachelet le imprimió un ritmo tiránico a un gobierno democrático, dada su ambición refundacional: tantos movimientos tan rápidos no podían ser seguidos por la mirada ciudadana. Quedaban más allá de su evaluación. Es una forma de abuso de las instituciones. El resultado son muchas reformas inmaduras, algunos éxitos (como en Energía, gracias a Pacheco) y varios desastres (como la “gratuidad universitaria”, que ahoga la calidad de la educación superior). Y también hartos conceptos que sirven como obstáculos mentales al momento de tratar de evaluar estos cambios, obligándonos a pensarlos como si conformaran un bloque indivisible (“obra gruesa”, “legado”) que debe ser juzgado por su dirección o supuesta intencionalidad general, así como por su velocidad, pero no por sus efectivos resultados específicos. El broche de oro de esta aceleración ha sido la deslegitimación de las encuestas, promovida por el gobierno. Ellas eran la última nave que le quedaba por quemar.

El cambio acelerado tiende, a su vez, a cancelar la eficacia del lenguaje. Los conceptos se deforman, cambian de significado, las estructuras de sentido con las cuales nos orientamos dejan de calzar con la realidad. La normalidad, a alta velocidad, se descompone y puede ser moldeada de nuevo. Esto es exactamente lo que busca la izquierda radical a la que Bachelet quiere entregarle la posta de su mandato. Es lo que se necesita para “constituir de nuevo” un país. Para cancelar la forma “neoliberal” que sus enemigos le dieron, y darle otra, socialista. La velocidad y el mareo ciudadano son necesarios para la ingeniería social.

La aceleración y la cancelación de la eficacia del lenguaje hacen que las campañas no tengan más contenido que el señalar direcciones y velocidades. La velocidad suprime la política en sentido clásico. Bachelet ha dejado trazado lo que significa “avanzar”. Y entre Guillier y el Frente Amplio hay un debate sobre velocidades, no sobre direcciones. Por eso es obvio que terminen confluyendo. Piñera, en cambio, es quien se encuentra en la posición más exigida, pero no parece entenderla: debe plantear una dirección alternativa y un ritmo distinto, más pausado, que abra un espacio para formular y articular conceptualmente esa alternativa. Pero su campaña ha terminado siendo arrastrada por la velocidad imperante. Piñera, por el oportunismo de tomar banderas enemigas, por desprecio a la importancia de las ideas y por torpeza comunicacional, comienza a ser arrinconado.

Además, el expresidente es también un fanático de la velocidad. Su promesa es avanzar más rápido hacia “el desarrollo”. Crecer. Harder, better, faster, stronger. Es un motor. Su tema no es la dirección. No entiende su significado, porque no entiende el rol de las ideas en el destino de las civilizaciones. No comprende lo que implica que Bachelet, más allá de su mala evaluación, haya torcido el curso histórico que veníamos siguiendo. Y, por lo tanto, no sabe cómo corregirlo.

Con todo, es posible que no pierda las elecciones. A pesar incluso de la shitstorm virtual por el asunto de los votos marcados. Todavía existe un gran divorcio entre realidad y redes sociales. Y no son pocos los que no quieren otros cuatro años como los recién pasados. Sin embargo, la pregunta realmente importante no es esa. Es si su eventual gobierno podría ser algo más que la administración del programa político instalado por Bachelet. Ossandón parece pensar que no, y que si va a haber populismo de todas maneras, mejor que sea “nuestro”. Muchos otros esperan un programa político alternativo. Pero el tiempo para plantearlo ya prácticamente se ha agotado, y tanto el pensamiento como el lenguaje parecen haber sido desterrados de nuestra, todavía, república.

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