Por Diego Zúñiga // Periodista y escritor, autor de Soy de Católica. Diciembre 7, 2017

Como en ese mítico documental sobre Zinedine Zidane que filmaron los artistas visuales Douglas Gordon y Philippe Parreno —Zidane: un retrato del siglo XXI: diecisiete cámaras siguiendo sólo al jugador en su último partido como futbolista profesional—, imaginémoslo así: diecisiete cámaras repartidas por San Carlos Apoquindo, el lunes pasado, enfocándolo a él, al hombre que está dirigiendo su último partido como técnico de Universidad Católica en ese estadio, en ese lugar donde alcanzó la gloria un sábado de abril de 2016, cuando en un partido épico logró dar vuelta el marcador ante Audax Italiano y coronarse campeón del Torneo de Clausura, la esperada estrella once de Católica. Pero no retrocedamos todavía, no vayamos a los días de gloria, quedémonos acá, en este partido lánguido entre Católica y Palestino por la penúltima fecha del Torneo de Transición, en este partido de despedidas, pues Franco Costanzo anunció su retiro y está ahí, en la cancha, viviendo sus últimas horas como futbolista profesional. Los hinchas lo despiden con cánticos, lo aplauden: un arquero que fue banca de Toselli desde que llegó en 2013, pero que transmitió un liderazgo fundamental en el camarín, y es eso lo que le agradecen los hinchas en esta tarde de lunes, en un partido sin intensidad, en un partido que para Católica es intrascendente, pero están ahí, los casi seis mil hinchas, despidiendo a Costanzo y viendo, por última vez, también, a Mario Salas dirigir a Católica en su estadio, aunque eso no se nota.

"Salas hizo lo más importante: devolverle la confianza a un equipo que estaba quebrado”.

Si existieran esas diecisiete cámaras enfocándolo, no sabríamos realmente que es su despedida. Mario Salas grita, da indicaciones, dale, dale, como lo hizo desde el primer día que se plantó ahí, en la banca de Católica, hace casi tres años. Dale, dale, dale, gritaba y sigue gritando ahora, pidiéndole a su equipo que presione, que no deje salir jugando a los defensas de Palestino.

En la despedida de Mario Salas de San Carlos no hay cánticos ni lienzos ni palabras de gratitud hacia él. Hay un silencio incómodo. Sí, es un silencio incómodo —injusto e ingrato— porque Mario Salas le devolvió la vida a un equipo que estaba prácticamente muerto. Hagamos memoria. Volvamos más atrás que esa tarde gloriosa de abril de 2016. Retrocedamos más. Lleguemos a diciembre de 2014 cuando asume en la banca de Católica. Lleguemos a ese día y recordemos en qué estaba el equipo: en nada. Veníamos del fracaso de Julio César Falcioni, de los intentos fallidos de Martín Lasarte, pero sobre todo veníamos de esa fatídica final de junio de 2011, ante la U, en el Estadio Nacional.

Se acuerdan, ¿cierto?

Siempre hemos sido curiosos los hinchas de Católica: demasiado exigentes, demasiado triunfalistas y, por sobre todo, con mala memoria. Por eso no hay rastros de la despedida de Mario Salas en el estadio, sólo un cartel que hizo su hijo y en el que se lee: “Hasta la victoria, siempre”, y nada más. Ningún rastro de agradecimiento con un técnico que consiguió no sólo un histórico bicampeonato, sino que nos sacó de ese lugar infernal en el que caímos después de perder el campeonato en 2011. Parece que los hinchas cruzados no se acuerdan, pero no le ganábamos a nadie en las instancias definitivas. A nadie.

Lo que hizo Salas fue reconstruir un camarín quebrado y devolverles la confianza a los jugadores —a Toselli, a Álvarez, a Parot—, la seguridad, la ambición y, finalmente, la jerarquía. El inicio no fue fácil, pero a la larga todo eso se tradujo en un fútbol intenso, que apostó por el riesgo y que le permitió conseguir un bicampeonato inédito y también incuestionable. Porque pueden decir lo que quieran, pero lo cierto es que el Clausura de 2016 se obtuvo como sólo debíamos obtener un torneo para matar todos los fantasmas, para espantar la derrota y los fracasos anteriores. Así se obtuvo, con épica, con garra, con todo lo que se decía que Católica no tenía. Y eso fue gracias a los jugadores, pero sobre todo gracias a un técnico motivador que logró sacar de ellos todo ese coraje, toda esa entrega. Y ya el Apertura 2016 lo ganó demostrando una jerarquía absoluta, ganando esos partidos definitivos que antes no éramos capaces de ganar —seguro que todos recuerdan esa remontada impresionante ante Unión Española en Santa Laura o el partido frente a Iquique, en el que se jugaba el todo por el todo y terminamos goleando en el Estadio de Cavancha— y cerrando una temporada que hace unos años nadie hubiera podido imaginar.

Después se desarmó el equipo, las contrataciones no funcionaron y Salas no logró encontrar un camino que le permitiera renovarse. Fue testarudo muchas veces. Tomó decisiones inexplicables que le terminaron pasando la cuenta —este lunes, de hecho, ahí en la cancha estaba Roberto Gutiérrez, que no se debió ir del equipo, y en las tribunas estaba Jaime Carreño, otro que hizo falta este semestre— y no logró llegar a un esquema que funcionara realmente con los jugadores que disponía. Pero nunca dejó de buscar y por eso resulta, también, inexplicable el silencio de la hinchada el lunes en San Carlos de Apoquindo. Es cierto que el final de esta historia se dilató más de la cuenta, pues ya hace varias fechas era notorio que el equipo no andaba y que era inevitable una renovación, pero eso no justifica la mala memoria de los hinchas, ni la ingratitud, ni la desidia, ni la indiferencia.

La culpa del bajo rendimiento de Católica este semestre no fue sólo de Salas. Muchos de los jugadores no estuvieron a la altura y la dirigencia también falló. Pero ya está: se cierra un ciclo y una historia que tuvo más alegrías de las que recuerdan los hinchas cruzados. Salas quedó al debe en la competencias internacionales, pero nadie debiera dudar de sus condiciones y de su futuro. El tiempo, por supuesto, ordenará todo y seguramente nos arrepentiremos de no haberlo despedido como correspondía: entre los aplausos de una hinchada agradecida por todo lo que nos dio.

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