Por Alberto Fuguet // Escritor // Foto: Netflix Noviembre 3, 2017

Para ser alguien que lo ha escrito todo, que lo ha contado todo, que transformó sus duelos en quizás los libros que la hicieron pasar de ser una figura de culto a ser una superestrella literaria internacional, la escritora Joan Didion es, como debe ser todo gran artista, una persona en extremo privada y pudorosa hasta rayar en la fobia. Una cosa es escribir de tus fisuras, otra es mostrarlas o hablar de ellas en, por ejemplo, la televisión.

Por eso la idea de un documental acerca de ella y con su participación era poco probable. Pero tampoco era imposible: Didion ha posado como modelo o usado las típicas fotos-de-autor para parecer una modelo, ha escrito y arreglado guiones, ha cubierto el mundo de Hollywood e hizo de Los Ángeles y Malibú no sólo sus temas sino sus hogares. Su mundo ha sido visual y su prosa quizás la más visual de todas. Su marido, John Gregory Dunne, escribió de Hollywood muchas veces; su sobrina Dominique Dunne, que actuó en Poltergeist, fue asesinada por un fan; su sobrino Griffin Dunne, protagonista de Después de hora, de Scorsese, es director y fue él quien la convenció de participar y conversar con él frente a las cámaras. Joan Didion: El centro cede es más que un documental; es una suerte de celebración y colaboración familiar. De ahí el acceso a fotos, anécdotas y a ella misma, en su casa, flaca, pero llena de garbo, comentando o callando, compartiendo su vida y sus recuerdos no ante un intruso sino ante su sobrino favorito.

"Joan Didion: El centro cede es más que un documental; es una suerte de celebración y colaboración familiar”.

El documental es, en ese sentido, y por suerte, no objetivo. Y no apuesta tanto a la importancia de su obra sino un poco al backstage, al making-of, que es parte clave de su trabajo. No hay texto suyo que no pase por el filtro personal. Aplausos para sus editores que la dejaron publicar así en su momento. El documental de académico tiene poco; está realizado más bien desde la república del cariño, pero no es sólo acerca de una tía. Y es que Joan Didion, a los 82 años, es de esas autoras que crecen e influyen por minuto. Uno vive con ella momentos claves de cada década porque, entre otras genialidades, fue capaz de articular esas décadas: darles forma, darles fin, darles espesor. Su fama aumenta de manera exponencial. Su escritura se negó a ser periodísticamente pura, pero a la vez nunca tropezó con una poética literaria que diera vergüenza ajena. La Didion no sólo predijo el futuro en todos los temas que abordó o reporteó, sino que apostó por un tipo de literatura que hoy está cosechando frutos (algo así como la crónica personal, la no ficción reporteada, el ensayo histórico subjetivo).

Desde hace unos diez años, más o menos, la carrera y la santificación de la Didion están consolidadas y, poco a poco, ha sido traducida. Hoy parte de su obra existe en español pero no tanto como debería existir. Ya hay una biografía no autorizada de ella (The Last Love Song, de Tracy Daugherty) y buena parte de sus libros de periodismo personal han sido reunidos en la canónica serie Everyman´s Library bajo el glorioso título de We Tell Ourselves Stories in Order to Live. Joan Didion escribió también novelas, pero todos saben, partiendo por ella, que donde ella triunfó fue en su periodismo literario, los llamados essays, y en alzarse como una suerte de modelo (en todos los sentidos) de la mujer moderna que hizo las cosas a su manera.

Delgadísima, observadora, bajita, Joan Didion siempre tuvo claro que para triunfar también debía ser ella parte de la historia. Tenía el charme para hacerlo y posó fumando, asomándose desde un Ferrari, caminando por la playa. Siempre con anteojos oscuros que la escondían, pero también la distinguían del resto. Partió como la mujer periodista de un novelista conocido, pero al rato ella fue la estrella, y parte de la razón de revelar su año de duelo cuando murió John Gregory Dunne, en El año del pensamiento mágico, fue quizás darle un poco de estrellato al hombre que opacó.

Didion se ha convertido en un ícono de la moda (a los 80 firmó para la marca francesa de moda Céline, donde posa de negro con sus anteojos) y en un ejemplo entre las chicas periodistas millennials que quieren tenerlo todo, como ella lo tuvo, y también es un símbolo que ni la vejez ni la muerte podrán hacer desaparecer. Hace poco publicó las notas de dos libros o reportajes que nunca escribió (South and West) y transformó la muerte de su hija Quintana Roo en la base de su libro de memorias Noches azules (quizás su despedida como autora).

Mirando la asombrosa carrera de la Didion, uno entiende por qué gente que nunca la ha leído la ama. El energético documental geriátrico que acaba de lanzar Netflix (pensar que antes el cine hacía documentales de este tipo y se estrenaban en salas) la eleva como la estrella de cine que fue: estuvo siempre donde debió estar. Partió en Vogue, cubrió a los hippies y la cultura de los 60 y 70, para luego explorar Centroamérica. Manipuló el pelambre, el cotilleo, los one-liner, hasta trascender la gran crónica y transformarla en literatura, e hizo que la crónica publicada en revistas como Vogue o The New York Review of Books terminara siendo tres o cuatro cosas al mismo tiempo: confesión, memoria, observación, análisis, postales de ese preciso instante. En el documental pasa revista a su asombrosa carrera pero, quizás porque está realizado por alguien que la conoce bien, todo posee una distancia que no es fría sino elegante, como preparar sándwiches de pepino en su cocina.

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