Por Alberto Fuguet // Escritor Noviembre 17, 2017

Es cierto: David Fincher ha dirigido cintas que interesan a pocos y acaso son hasta desechables, pero también es verdad que sus entregas siempre son eficaces y están dirigidas como los dioses. Fincher es un caso raro: muchas veces su puesta en escena es mejor que los guiones y él siempre es superior a su material. Cuando está inspirado y le interesa el tema, es capaz de hacer obras magníficas que rozan la grandeza, como La red social. Desde que partió, con los video clips, con Madonna y otros, David Fincher ha creado un mundo de penumbras verde-gris, donde nadie está a salvo y donde el arte de montar es su arma secreta. A veces, claro, se le ha pasado la mano, como con las comerciales-pero-poco-interesantes cintas ligadas a bestsellers, como La chica del dragón tatuado o la reciente Gone Girl. Fincher, se me ocurre, hace rato sabe que el cine masivo es justamente eso y que el fracaso de Zodiac, su obra maestra, fue una debacle comercial pero no artística, y que la razón por la que nadie fue a ver su opus acerca de tres tipos que se obsesionan con un asesino en serie hasta casi perder la razón fue que quizás nunca debió ser una película.

Debió ser una serie.

Fincher, al parecer, estaba esperando que llegaran las series para asesinar en serio. Porque en esas historias están sus temas: el serial killer, el policía que lo pierde todo por atrapar lo inatrapable, la camaradería masculina se arma entre los que acosan y también entre perseguido-perseguidor. Basta ver Seven, El club de la pelea, Panic Room. Dirigió los primeros dos capítulos de House of Cards y le dio el look, el estilo, la onda a esta serie de psicópatas en la Casa Blanca. Ahora, con Mindhunter, su serie de diez capítulos que debutó en Netflix, pudo llevar la visión que creó en Zodíac, pero con más calma. Dirigió cuatro capítulos, pero su sello y su ADN están por toda la serie como un asesino en el sitio del suceso.

Mindhunter es una suerte de cine-arte europeo (alemán, rumano) llevado a la televisión porque el séptimo arte le quedó chico. Un filme de acción sin acción de diez horas que se niega a salpicar de sangre al espectador a pesar de que la trama es acerca de la caza de varios asesinos en serie. Fincher acá parece arrepentirse de sus locuras y texturas onderas de Seven y recrea un mundo setentero más cercano al Robert Bresson de El dinero. ¿Esto es tele? No lo sé. Pero si lo es (lo es, claro que lo es), es gran televisión y gran cine y, lo que me ha cautivado más es cómo logra llevar los elementos del llamado cine-arte a las masas sin que se aburran. Acá hay cautela. Contención. Pausa. Empatía. En Mindhunter hay espacio para respirar. No se trata de correr para atraparlos, porque ya están atrapados. Se sabe: para crear una relación se necesita tiempo y calma. La serie lo tiene. Lo tiene además para que los tres protagonistas tengan vida privada (o soledad privada) y para que cada interrogatorio con los asesinos tenga el tiempo que necesita para lograr que te enfríe la sangre. Acá la idea es aprender a pensar como asesinos; la meta es cazar mentes e ingresar en ellas. Lo tremendo es que, de tanto empatizar o escuchar, las mentes se alteran. Era que no. Es imposible estar en ese mundo y no caer.

Fincher, cuando no está apurado, puede dirigir actores y lo que hace con todos es notable, pero cómo transforma a Jonathan Groff desde una suerte de aspirante a mormón a un tipo dañado, escindido, corroído por bailar demasiado con el diablo, es aterrador y llega a doler.

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