Por Alberto Fuguet // Escritor // Foto: Archivo Noviembre 24, 2017

Aunque ha intentado, quizás de una manera levemente autodestructiva, como una suerte de Gustavo Escanlar tímido y sin drogas, arruinar su carrera literaria, lo cierto es que Rafael Gumucio no ha logrado la meta de aniquilarse como escritor. Hace tanto ruido, alega y patalea y mete las patas tanto, que a veces pienso que es para evitar que lo lean. Es una teoría.

Por ejemplo, al final fue tal el ruido mediático con sus ataques infortunados acerca de los nuevos escritores jóvenes que terminé por no leer El galán imperfecto. Tenía ganas, pero algo que a ratos sucede con Gumucio es que a veces uno cree que no hace falta leerlo porque uno lo lee y escucha y ve todos los días. Esto es un error. Del propio errático autor por cierto. De no cuidarse
—de no esconderse algo— podría sufrir el síndrome de Enrique Lafourcade: mucha exposición, pocos lectores. Aunque quizás este comentario delata un cierta nostalgia por un tipo de escritor más piola, algo que Gumucio no es. Es, por cierto, multimediático y siempre lo ha sido. Su obra literaria es superior a lo que él mismo cree, se me ocurre. O, quizás, después de leer La edad media (Hueders), este segundo tomo de memorias, quizás el tema es otro: le da mucho pudor que la gente sepa que no es sólo un payaso inteligente.

¿Entonces por qué escribe?

Porque quizás es lo que mejor hace. Es un escritor de tomo y lomo, y si no es uno de primera línea (¿qué es eso además?, ¿qué es estar en primera línea?) es porque ha hecho lo posible por esconderse a pleno sol y a vista de todos. Quizás no es un gran novelista, aunque no me consta porque he leído poco de sus novelas. Me dicen que no está mal. He mantenido una cierta distancia hacia él y su obra, algo que ha ido cambiando con los años, desde que lo conocí en el taller de Antonio Skármeta, a fines de los 80. “En Fuguet reconocía a un contrario que se me parecía mucho más de lo que podía confesar”, escribe y yo subrayo, algo atónito. Y aquí confiesa eso y más. Tanto de mí  (“odiaba con furia lo que leyó en el taller”) y de otros como Matías Rivas: “Tenía sobre casi todo el mundo un comentario terminante y final... Vivía de hacer listas negras que tenían los mismos nombres que las listas blancas”. Es imposible no reírse y no querer más.  Pero donde se alza, brilla y vuela es cuando aborda el tema que más lo apasiona y conflictúa: él mismo.

Este libro sitúa a Gumucio en el lugar envidiable del autor que ha encontrado su voz y su materia prima

Ahora lanza este segundo tomo de sus memorias, que se centra en los años que van entre 1988 y 1998. Es, en rigor, su tercer tomo, porque además de Memorias prematuras, que se centra en su infancia, publicó Mi abuela, Marta Rivas González, un notable y sentido libro acerca de la que quizás ha sido una de las mujeres más importantes de su vida y su mentora.

La edad media explora y avanza en este proyecto por el cual, creo, debe apostar. Quién soy para opinar o recomendar o guiar. Pero no me cabe duda: escribiendo de su familia, de sí mismo, de su círculo y de Chile, incluso escribiendo de mí como una suerte de doppelgänger que lo atajó en su carrera para ser querido y leído por todos, Rafael Gumucio se enfrenta a lo que más conoce, a aquello que lo tensa más y a la mayor de las tragedias: a sí mismo. En La edad media hay humor, pero más que nada confesiones que te hacen querer apagar la luz o dejar de leer o llamar a su editor para retarlo porque quizás ha contado más de la cuenta. ¿Alguien contiene a Gumucio? Él mismo lo dice: “Ya no era una posibilidad. Era alguien”. Pero quién es. Tiene mucho de niño asustado y donde el tema físico como gatillador creativo no es menor, pues a lo largo de todo el libro (y de su carrera) la idea de no ser “como los otros” es algo que lo demuele, pero también es lo que lo potencia y lo catapulta. “No sería ya cantante de rock, artista plástico o modelo de Calvin Klein. Ni siquiera sería el actor cómico que anhelaba ser cuando chico (…). Dejé de ser fotogénico cuando aparecí por primera vez en la televisión y en los diarios. Dejé de parecer joven sin atreverme a pedirlo, cuando empecé a trabajar en el Canal Rock & Pop (donde estaba prohibido tener más de 30 años)”.

Gumucio abraza la idea de no ser más joven (“era un caballero, un jubilado de veinte años”) y erotiza la domesticidad y termina por apostar más por las amistades que los amores, las conversaciones más que sus inexistentes encuentros carnales. En ese sentido, resume y vive como nadie la idea real de ser escritor: estar acá para mirar, para anotar, para recordar. Mi duda es si este libro puede viajar tan bien como se lee acá, pues uno ha vivido esa época y conoce a los personajes secundarios o hasta aparece en el libro.

Gumucio puede parecer incluso cobarde, mal hecho, freak y tartamudo, pero por escrito es feroz, lacerante e iluminado: “...amaba yo la fama, las luces, la fluidez de las colaboraciones, los neones de Tokio, los videoclips de NuevaYork, pero estaba condenado físicamente a pertenecer al mundo antiguo de la bibliografía, los trenes, la socialdemocracia y el matrimonio para toda la vida...”. En este libro desmenuza los 90 (“todo estaba listo en el 90 menos nosotros”), donde al parecer la angustia y el fracaso eran las monedas para seducir, y se interna por sitios mediáticos, puesto que, como Zelig, como Forrest Gump, Gumucio siempre está donde debe estar y la meta es una sola: vivir para contar. Este libro lo sitúa en un sitial envidiable, del autor que ha encontrado su voz y su materia prima y está dispuesto incluso a hundirse y hundir a todos de paso para plasmarla. Él, que se cree tan cobarde, quizás no lo es para nada. ¡Bravo!

Relacionados