Por Pablo Ortúzar // Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad Noviembre 10, 2017

Los grupos políticos no pueden pensar y gobernar al mismo tiempo. Ejercer el poder requiere dirección y compromiso, mientras que reflexionar demanda especulación y distancia. Esto, por supuesto, tiene sin cuidado a los operadores de partidos incrustados en la burocracia, así como a los políticos iletrados. Para ellos, la cosa es estar en el poder, porque el poder les parece una forma de inteligencia. En cambio, la reflexión, amén de impotente, les parece inútil. Es gente que usa “filósofo” como insulto.

La historia, sin embargo, nos muestra que no se puede tener éxito en las labores de gobierno sin haber pensado antes. El espíritu de la acción política es una visión compartida, que nace en diálogo con la experiencia, pero no por generación espontánea. Si falta esa visión, la dirección se vuelve arbitraria y el compromiso, a lo más, pecuniario. El poder no es inteligente por sí solo. Tampoco vuelve inteligentes a quienes lo adquieren. Al contrario, los confunde: les da la razón aunque no la tengan (el poderoso siempre termina distanciado de la realidad por los aduladores). Y así los pierde, para luego abandonarlos.

"Cuando la Concertación perdió el poder, el 2010, llevaba 20 años gobernando. Y se notaba. Eran ya casi puro aire: supremacismo moral teñido de lenguaje “inclusivo”. Y muchas cuentas internas por cobrar”.

Cuando la Concertación perdió el poder, el 2010, llevaba 20 años gobernando. Y se notaba. Eran ya casi puro aire: supremacismo moral teñido de lenguaje “inclusivo”. Y muchas cuentas internas por cobrar. Así, esa derrota podría haber sido una liberación, y el inicio de un camino de rearticulación política e intelectual. Pero la fortuna quiso otra cosa: llegó al poder una derecha que había dedicado 20 años a bloquear al adversario, pero no a pensar. Duró, entonces, poco. Enfrentó a una oposición furiosa liderada, principalmente, por operadores que habían perdido sus “cargos de confianza” de toda la vida, y que valían poco o nada lejos de ellos. Enfrentó la popularidad irresistible de Bachelet mezclada con la hegemonía autoflagelante. Y enfrentó, por último, la ambición de poder de los “jóvenes de la transición”, ahora cuarentones y cincuentones, que trataron de “matar a sus padres” siendo serviles con el movimiento estudiantil y poco serios a la hora de defender la institucionalidad, lo que los terminó hundiendo junto a sus progenitores. Patética emancipación tardía. Frente a esta combinación de factores, Piñera no se la pudo (¿se la podrá ahora?). Gerenciar tiene sus límites.

Nació así la Nueva Mayoría, en medio de las hogueras de los acuerdos, donde muchos de los viejos concertacionistas quemaban todo rastro de moderación transicional, renegaban de Aylwin y de Lagos y se tomaban selfies con Boric, Jackson o Vallejo. Hicieron causa común con un Partido Comunista que todavía sueña glorias soviéticas. Tenían candidata, y “para lo de las ideas” bastaba con recurrir al petitorio del movimiento estudiantil y al socialismo constructivista de Fernando Atria, tan popular entre los mismos estudiantes. Y así volvieron al poder. Y, luego de una temporada, todo indica que lo perderán de nuevo.

Estos cuatro años fueron, en suma, el gesto final de los autoflagelantes. Reventaron todos los petardos. Se dieron los gustitos que la Concertación les prohibió. Coquetearon con la juventud, que no los pescó. Pero tampoco es que diera para mucho más. Y la resaca es bien fuerte. Basta con ver a Guillier, cuya candidatura es digna de esas películas en que los protagonistas, luego de una borrachera, despiertan en una situación absurda y deben tratar de descubrir cómo llegaron a ella. Tanto, que es difícil imaginar que las personas pensantes de izquierda de verdad quieran que gane: serían cuatro años más de indefinición y zozobra, pegados con el chicle gubernamental.

Perder, en estas condiciones, se parece mucho a ganar. Y basta leer a muchos dirigentes e intelectuales orgánicos de La Fuerza de la Mayoría para notar que esa situación es añorada por muchos. Hay ganas de retomar la tradición concertacionista (admitir lo que no se atrevieron a admitir el 2011), antes de que la derecha la haga propia. Y las palabras “reflexionar”, “repensar” y “recuperar” se repiten columna por medio. No es exagerado decir, entonces, que la eventual derrota de Guillier, continuador de lo que sea que haya sido este gobierno, será recibida con alivio por bastantes personas de su propio sector.

La centroizquierda probablemente tenga, entonces, la oportunidad de recalibrarse. Y esto, en la modernidad, significa, tal como explica magistralmente Jacob Levy en Rationalism, pluralism & freedom, rearticular, atendiendo a la realidad social concreta, su tensión interna entre racionalismo y pluralismo. Es decir, en su caso, entre la tradición estatista constructivista, que piensa la política de arriba hacia abajo, y la tradición asociativa y autonomista, que la piensa de abajo hacia arriba. Entre los que piensan que el Estado es la solución a la mayoría de los problemas, y quienes consideran centrales las asociaciones intermedias, partiendo por la familia. Entre Atria y Landerretche. Entre Almeyda y Orrego Vicuña. Entre Neruda y De Rokha.

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