Por Vicente Undurraga // Foto : GettyImages Octubre 26, 2017

Cinco días más de vacaciones al año propone Piñera. Es una medida sorpresiva, amistosa, alucinante, para aplaudirla de pie y bailarla, aunque desgraciadamente lleva letra chica: se le cobraría al trabajador con la supresión de tres feriados. O sea, donde dice cinco debe decir dos.

Suena extraña la palabra vacaciones en boca de Piñera. En la de Sebastián, digamos, porque en la de Miguel suena a pan-de-cada-día, lo cual es paradójico porque toda vacación supone un quehacer que se suspende, pero en su caso... Hace años, The Clinic hizo una nota sobre un día en la vida del “Negro” Piñera. El audio de la entrevista telefónica era hilarante: tras describir una rutina que empezaba bien entrada la tarde y principiaba por salir a recorrer los bares de los que era socio e ir a otros a carretear hasta volver a casa, tomarse unos últimos traguitos, dormir para despertar pasadísimo el mediodía y ver mucha tele (tiene varios televisores en la pieza y los enciende simultáneamente), comerse una cosita y entonces, después de todo eso, cuando uno pensaría que vendría el momento trabajoso del día, la realización de algún trámite o gestión, el Negro decía: “Y entonces ME RELAAAJO”.

Qué grande, Piñera, pero que no sea pequeño, que no quite esos tres feriados: si los mantiene, vamos todos a tirarle de vuelta monedas a Navarro”.

Para quienes deben trabajar de sol a sol, en cambio, las vacaciones suponen tiempo para uno, para lo de uno. Ocio, dedicación incesante a lo que no reditúa, feliz despilfarro de recursos preciados: tiempo, talento, dinero, energía, salud. Defensas del ocio se han escrito muchas, algunas tan irrebatibles que dan ganas de dejarlo todo botado. R.L. Stevenson decía que la ociosidad consiste en “hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante”. El científico Andrew J. Smart propugna “el arte y la ciencia de no hacer nada”, pues el cerebro cuando no está atendiendo urgencias está pensando, recordando, creando y resolviendo cuestiones importantes, no minucias productivas. Existen incluso reivindicaciones de la pereza —menos prestigiosa que el ocio—, como la de Natalia Ginzburg, que la entendía como el placer de fantasear desatadamente, no hacer nada y punto.

La falta de tiempo, la inmediatez y la urgencia —esas gemelas depravadas—, el exitismo y la competencia hacen que todo lo bueno y lo sólido se desvanezca no en el aire sino aquí mismo, dándole un sentido literal a estos filosóficos versos: “No bien partía un barco de oro de la orilla / cuando ya no era orilla ni barco ni partía”. Los escribió Enrique Lihn, que en otro poema dijo: “Perdónennos los trabajadores de este mundo / pero es tan necesario vegetar”.

Vegetar: no hacer mucho más que un rododendro, eso es lo que permitirían unas vacaciones menos cortas. Con cuatro semanas uno alcanzaría a perderse en la cuenta de los días. Con tres, en la primera no hay desconexión, en la segunda se roza el extravío, pero altiro asoma la tercera y con ella la reconexión y la angustia. Qué grande, Piñera, pero que no sea pequeño, que no quite esos tres feriados: si los mantiene, vamos todos a tirarle de vuelta monedas a Navarro.

Bertrand Russell pensaba que la técnica moderna permite reducir considerablemente la cantidad de trabajo de todo el mundo sin afectar la producción, sólo que esa posibilidad choca con “la moral esclavista del Estado” y con el hecho cierto de que “la idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos”. Russell ejemplifica esto brillantemente: cierto número de individuos hace tal cantidad en alfileres en ocho horas diarias hasta que una invención permite que esa misma gente duplique la producción. Pero, sigue Russell, el mundo no necesita más agujas, por lo que toda esa gente podría trabajar sólo cuatro horas, pero esto se juzgaría “desmoralizador”, entonces las personas siguen trabajando ocho horas, sobran los alfileres, varias empresas quiebran y la mitad de los trabajadores queda cesante. Así, remata Russell, “hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres está absolutamente inactivo, mientras la otra mitad trabaja demasiado”. Miseria asegurada para todos… Bueno, para casi todos.

Para leer o planear leer, para fantasear y no hacer nada, para nadar de espaldas, imaginar grandes obras, asolearse, pintar el techo, tomar cerveza en el pasto, dormitar o subir cerros; para experimentar sostenidamente la sensación de fin de año escolar y prolongar ese inconfundible ánimo que cristaliza en la frase “Hoy es viernes y mi cuerpo lo sabe”, para todo eso, en fin: más vacaciones pagadas. Esos sí serían tiempos mejores.

Otra propuesta, republicana y revolucionaria —y que para tranquilidad de los muñecos de Asexma propiciaría tanto el ocio como la eficiencia—, sería acortar la semana laboral. Cuatro días bien rendidos en vez de cinco más estirados que línea de crédito en diciembre. Así queda la mitad de la semana para la detención y el goce, para entregarse a las cosas buenas de la vida, para estar con la familia, los amigos o uno mismo. Total, un día ya no estaremos más.

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