Por Pablo Ortúzar, investigador Instituto de Estudios de la Sociedad Octubre 20, 2017

Sebastián Piñera 37,4%

La obra Discurso de Guillermo Calderón retrata a la primera Michelle Bachelet. Una versión ingenua, conciliadora y resignada de ella que quedó casi completamente desplazada por la imagen dura, decidida y distante de su segundo gobierno. Quizás por eso las últimas presentaciones de la obra Villa, que antes se daba junto a Discurso, son en solitario. Cuesta no simpatizar con esta cara sumergida hoy bajo la cara antes sumergida de la presidenta. Cuesta no conmoverse con ella. “A veces las víctimas sentimos que nos merecemos la violencia”. “Yo era mariposa y me convertí en cuncuna”. “Hubo crímenes en contra de mi cuerpo, por eso es tan violento que hable de mi cuerpo como si fuera un pedazo de carne”. “Me van a querer un día”. El deseo de venganza, el dolor, las ganas de perdonar, el miedo a la traición y las ganas de ser amada, todo eso fue mezclado magistralmente por Calderón.

No hay una obra equivalente sobre Piñera. No hay una versión romántica de él. No hay un sueño roto. No hay miedo a la traición. No hay tortura. Pero hay harto dolor. Hay un cuerpo que quisiera esconderse dentro de un cerebro.Y hartas ganas de ser querido. Piñera es, básicamente, un niño tímido y bajito que convirtió su cerebro en una fortaleza y el triunfo objetivamente cuantificable en su único parámetro. Igual que Bachelet, es hijo de la clase media tradicional, mirada en menos por la oligarquía santiaguina (en medio de la que se educó en el Verbo Divino). Igual que la presidenta, sufre cuando es señalado su cuerpo, sus errores involuntarios al hablar, sus tics. Trata de esconderse. ¿Alguien recuerda sus trajes al comienzo de su primer gobierno, varias tallas más grandes que él? Y nunca, nunca deja de competir. Zigzaguea, confunde a sus adversarios, se adelanta, sale con alguna astucia y gana. Atesora infinitamente cada triunfo, por pequeño que sea. Y no pierde ocasión para lucir su memoria infinita y su certero razonamiento. Ríanse ahora, poh. ¿Quién tiene el doctorado en Economía en Harvard? ¿Quién salvó a los mineros cuando todos los daban por muertos? ¿Quién terminó sentado en el sillón presidencial de la Casa Blanca? ¿Quién es multimillonario y Presidente de la República? Ríanse ahora, poh.

Piñera siempre ofrece pruebas sobre lo que afirma, y exige demostraciones a las afirmaciones ajenas. Si se reúne con un autor y le dice que leyó su libro, lo mostrará subrayado (con regla) de la primera a la última página. No concede nada gratis, ni exige que uno le conceda nada por esa razón. No guarda rencores, pero tampoco cariños, fuera de la familia. Business are business. No hay almuerzos gratis. Es, en suma, hijo del rigor que nunca ha sido compasivo consigo mismo, y por eso lo es poco con los demás. Su personalidad es el producto de la más brutal competencia y autoexigencia (esa que, compartida con su hermano José, los terminó distanciando para siempre). Su fortaleza, su orgullo, no está en su herencia ni en el pasado (no siente mayor cariño ni nostalgia por él). Está en su cabeza, una máquina de cálculo y procesamiento de información increíblemente entrenada, que es su principal bastión, y que le permitió hacer lo que más le parece satisfacer en la vida: ganar. Ganar plata, apuestas, elecciones, premios, prestigio, fama y votos. Ganar y ganar, para seguir ganando. Tener siempre la mejor respuesta, la movida oportuna, la pasada precisa. Su cabeza que es, al mismo tiempo, lo que lo vincula y lo que lo distancia del mundo y del resto de la sociedad, con la cual se relaciona siempre de manera problemática e instrumental, apostando fuerte, jugando en el límite, saliéndose con la suya.

Piñera nunca, nunca deja de competir. Zigzaguea, confunde a sus adversarios, se adelanta, sale con alguna astucia y gana. Atesora infinitamente cada triunfo, por pequeño que sea. Y no pierde ocasión para lucir su memoria infinita y su certero razonamiento.

Y ahora, muy probablemente, volverá a La Moneda. Tendrá, igual que Bachelet, una segunda oportunidad. Pero, ¿podrá, como la presidenta, sumergir la primera cara que mostró, y hacer emerger otra? ¿Hay un otro Piñera que pueda dejar atrás la ambición de la ganada chica, y buscar alguna gloria más trascendente? ¿Puede aprender a perder para poder ganar? ¿Podrá representar las esperanzas del Chile que no le va bien, de la clase media que lo pasa mal, de quienes no son ganadores? ¿Podrá hundir en el río al pinochetismo devenido en aparato clientelar, el mismo que lo llevara al sillón presidencial, para poder salvar a la derecha y darle un futuro plausible? ¿Podrá darle propósito político a la generación de recambio, hoy desperdigada entre la frivolidad pituca del progresismo liberal y el caudillismo patronal conservador? ¿Podrá comprender su lugar en la historia grande, y salir de las ganancias pequeñas y el corto plazo? ¿Podrá, en fin, ser la bisagra de su sector hacia una nueva etapa, intelectual y políticamente renovada?

No es que tenga muchas alternativas. De su eventual presidencia dependerá si el país definitivamente sigue rodando durante los próximos 20 años por los rieles en que nos puso Bachelet (derechos sociales, el Estado como sinónimo de lo público) o si habrá una alternativa que pueda hacerse cargo de las consecuencias de la acelerada y desigual modernización capitalista, pero sin los efectos negativos de una receta estatista. Si la derecha, bajo Piñera, no lograra articular un proyecto político de largo aliento y una visión del futuro que tenga sentido para las mayorías, probablemente saldría de las pistas, de nuevo, por muchos, muchos años.

Ya que no tiene su propia obra de teatro, Piñera podría aprovechar de escuchar (o ver, si tiene tiempo) el último hit de Broadway, Hamilton. Es la historia del founding Father de origen más humilde, el autor principal de El Federalista, que gracias a su intelecto y ambición logra escalar hasta lo más alto de la sociedad y la política estadounidense. Una de sus canciones se llama “History has its eyes on you”, y es parte de un diálogo entre Washington y Hamilton, donde el primero le explica al segundo la dimensión de la responsabilidad que pesa sobre sus hombros. La de Piñera no es tanta, claro. Él tampoco es Hamilton.  Pero de que la historia, nuestra historia, lo observa, lo observa.

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