Por Álvaro Bisama // Escritor // Foto: AFP Octubre 6, 2017

Trato de hacer un recuento de los hechos para entenderlos. Pasa en Las Vegas, en el otoño de una ciudad desértica. Un hombre dispara desde la ventana de un hotel: piso 32, hotel Mandalay Bay. Mueren 59 personas. Más de 500 quedan heridas. Todos están en un concierto de música country. Los músicos siguen tocando mientras el asesino vomita las primeras ráfagas de fuego desde arriba, mientras los cuerpos comienzan a caer al suelo. El sujeto se llama Stephen Paddock, tiene 64 años. Lleva jugando varios días. Ha perdido y ganado unos cuantos miles de dólares. La cifra no importa: Paddock es millonario. Le gusta el póker. Vive en Mesquite, una ciudad que no acepta niños ni a gente menor de 55 años. Su habitación en el hotel cuesta 125 dólares diarios y tiene una cama king- size.

No sé por qué anoto estos detalles. Me pregunto si estos detalles tienen sentido, si sirven de algo. No tengo idea. Paddock está casado y vive tranquilo, al parecer. Su madre tiene 90 años. Su dinero proviene de inversiones inmobiliarias y porque trabajó alguna vez para Lockheed Martin. Era dueño de dos avionetas y tenía licencia de piloto.

"Los Corleone se mudaron a Las Vegas luego de matar a todo el mundo en Nueva York y, alguna vez, Stephen King situó ahí su versión del infierno”.

Su padre fue asaltante de bancos, el FBI lo persiguió en los años sesenta. Su hermano, luego de la masacre, dirá que está sorprendido. Paddock posee 42 armas de fuego con los papeles en regla. En la pieza del hotel, la policía encontrará 23. Algunas fueron adaptadas para disparar más rápido. Cuando allanen su casa descubrirán otras 19, además de explosivos. Más tarde, la prensa desentrañará la logística del crimen, pese a que no hay pista o señal alguna que lo explique (aunque ISIS se lo adjudique de modo póstumo); nada que permita entender por qué el asesino disparó a una distancia de menos de 400 metros a la multitud del concierto.

Más abajo, entre la explanada donde caen los cuerpos de las víctimas inocentes y el hotel, está The Strip, la principal de la avenidas de Las Vegas.

Eso es lo que sabemos por ahora. Pienso en Las Vegas, en toda esa mitología que la ciudad acumula. Al frente del Mandalay Bay está el Luxor, un hotel con forma de pirámide. Me acuerdo que los Cocteau Twins tienen un disco que se llama “Heaven or Las Vegas”, uno de una ligereza etérea que se contradice con el hecho de que, en la ficción de Coppola/Puzo, los Corleone se mudaron a la ciudad luego de matar a todo el mundo en Nueva York y, alguna vez, Stephen King situó ahí su versión del infierno. También pienso en las noches en vela que me he pasado viendo repeticiones de El Precio de la Historia, ese programa del History Channel sobre una familia que tiene una tienda de empeños. El local se llama Gold & Silver Pawn Shop está abierto las 24 horas del días y queda a quince minutos en auto del Mandalay Bay. En cada episodio vemos a personas acercarse a vender cosas. Rick Harrison dirige la tienda con su padre y su hijo. Su hijo tiene un amigo llamado Chumlee, que es el alma de show. O lo era, en realidad. Lo detuvieron el año pasado. Guardaba 12 armas sin registrar y también le encontraron hierba y metanfetamina. Pagó la fianza y salió en libertad. En cada capítulo del show, se transan armas en el mesón. En la pantalla, los revólveres y escopetas lucen inofensivos bajo la iluminación perfecta de la televisión. Pero hay un culto fetichista ahí en el show: Rick y su padre son fanáticos, les obsesionan. Casi siempre las armas de fuego funcionan como un legado, una herencia familiar, han estado guardadas por generaciones. Quienes las venden se deshacen de ellas porque quieren jugar,  pagar algún préstamo, comprar un regalo o lo que sea. Muchas vienen de la guerra civil y a Rick y a los suyos les brillan los ojos cuando aparecen revólveres o rifles que eran parte del bando esclavista.

Algunas de esas armas son truchas o están adulteradas. Rick casi siempre llama a un experto para ver qué pasa con ellas. Son momentos tensos, pues los mitos privados puede hacerse trizas en un segundo, haciendo que lo que se recuerda de la propia familia se rompa. Porque, en el fondo, las armas son la historia y funcionan como partes de una memoria íntima, fragmentos de un gran relato, que en el programa se vislumbran a modo de escombros, licuados como sólo pueden estar licuados los cuentos dentro de la ficción, esquirlas que quedan del patrimonio de los ciudadanos.  El Precio de la Historia vive de esos desperdicios de la memoria y construye una ideología a partir de ellos: degradado, el pasado es sólo un gigantesco almacén lleno de la utilería que anima cada capítulo.

Por lo mismo, a veces me pregunto qué pasa después con quienes venden sus objetos, con quienes se deshacen de sus armas. Me los imagino vagando por la ciudad, con unos pocos dólares latiendo en el bolsillo, insomnes y alucinados con las luces, perdiéndose en los casinos, chocando con multitudes de sujetos idénticos y también ansiosos, todos persiguiendo golpes de suerte y visiones imprecisas del futuro.

“¿Es este el cielo sobre Las Vegas?”, dice la canción de los Cocteau Twins que escucho ahora. Mientras suena, pienso en esos minutos en auto que separan  Gold & Silver Pawn Shop del agujero de la ventana del Mandalay Bay. Esa ventana rota es el ícono oscuro de una violencia sin sentido donde los cuerpos en el suelo cierran una composición macabra, haciendo de contrapunto de ese agujero negro abierto sobre el vidrio reflectante, treinta pisos más arriba, esa mancha oscura en medio del dorado del hotel, mínima e invisible bajo un cielo que ya no puede amparar o proteger a nadie.

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