Por Pablo Ortúzar // Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad Octubre 26, 2017

Qué es lo políticamente correcto? ¿Son algunos contenidos específicos, como la preocupación por los derechos humanos o el medioambiente? Da la impresión de que no. Si le hacemos caso a su nombre, se debería tratar de aquellas posiciones que resulta “de buen tono” o “de buen gusto” sostener en público en un lugar y momento determinado. En este sentido, se trata de lugares comunes. Pero de lugares comunes poderosos. La corrección política se impone no a través de argumentos, sino a través de la coerción social. Hay un activismo de lo correcto en torno a ella. En ese sentido, no convence a sus adversarios, sino que los acalla, los humilla y los somete. Su tono es prescriptivo: usted no lo haga, usted no lo diga, usted no lo piense. Y cuando alguien es sometido a la fuerza —lo sabemos desde la antigüedad— aprovechará cualquier oportunidad para rebelarse.

La versión más radical de la rebelión contra lo políticamente correcto es, por supuesto, lo políticamente incorrecto. Es su negativo perfecto, su equivalente opuesto, su némesis. Y, por lo mismo, su forma es la misma: el bullying, el matonaje, el meme. Es decir, la coerción. Si el negocio de lo políticamente correcto es la hipocresía y la moralina, el de lo políticamente incorrecto es el cinismo y la fuerza, pero operan exactamente igual. ¿Deuda histórica con los pueblos originarios? Correr bala en La Araucanía. ¿Garantías procesales para los imputados? Balazo a los delincuentes. ¿Aborto por violación? Pena de muerte al violador. ¿Multiculturalismo? Fuera los inmigrantes. Y así.

"La corrección política se impone no a través de argumentos, sino a través de la coerción social. Hay un activismo de lo correcto en torno a ella”.

La escalada a los extremos producida por el choque de estas posiciones no tiene fin. Se potencian entre sí. Ambas operan con lógicas inquisitivas, escandalizantes y sacrificiales. Ambas consideran que sus adversarios políticos, en última instancia, son moralmente inferiores. Ambas buscan chivos expiatorios. Y ambas pretenden hablar en nombre de las víctimas reales, del hombre sencillo, de los que no pueden hablar. Las redes sociales, por último, les ofrecen una capacidad expansiva casi infinita. Y la llamada “posverdad” —es decir, la mentira descarada— les permite una clausura final respecto a la complejidad de la realidad social.

En Chile los motores de esta escalada se vienen calentando hace rato. Beatriz Sánchez tuvo que salir a pedirle perdón casi de rodillas a la estrecha base militante del Frente Amplio por mostrar una visión crítica de Allende. Ni hablar del puritanismo ventilado cada cierto tiempo por sus dirigentes. Parisi comenzó la elección pasada con una crítica tibia a la inmigración en el norte, y desde entonces el discurso contra ellos ha recorrido una trayectoria cada vez más abiertamente xenofóbica. Y, mientras el partido liderado por Felipe Kast se adentra en la corrección política del progresismo liberal, su tío José Antonio ha montado una campaña totalmente autoconsciente de explotación de la incorrección política: balas, armas, fronteras cerradas, mártires del gobierno militar. Y si Evópoli ha logrado entusiasmar con su “liberalismo integral” a sectores jóvenes del barrio alto, la campaña presidencial de JAK ha sido una especie de catarsis autoritaria para miles de personas. Por algo ya ha comenzado a volverse un asunto de preocupación para el comando de Piñera. Ha nacido, muy probablemente, una versión chilena de la alternative right estadounidense.

Finalmente, el progreso de esta oposición dialéctica entre bandos radicalizados no parece tener buen pronóstico. No se ven muchas líneas de comunicación entre el “pantano de Washington” y los “deplorables”. Más bien, lo que se deja ver, en Estados Unidos, es un país quebrado entre grupos incapaces de dialogar entre sí. En las universidades, hegemonizadas casi completamente por la corrección política, la situación es todavía más acentuada: trigger warnings para los temas “delicados” tratados en clases, “espacios seguros” para jugar con plasticina escuchando música new age para recuperarse de ser contradicho, y suspensión de clases más terapias grupales para cuando ganó Trump. Y, por otro lado, bueno... Trump. En Chile estamos todavía lejos de algo así, pero las tendencias son las mismas.

¿Qué se puede hacer frente a esto? ¿Puede desactivarse la retroalimentación mimética entre corrección e incorrección política? Lo primero es reconocer que se trata de fenómenos equivalentes, idénticos en su lógica. Esto es difícil, porque uno siempre sentirá un grado mayor de simpatía por alguno de los bandos. Y, lo segundo, es tratar de obligarnos a fundamentar y confrontar nuestras opiniones, en vez de simplemente tratar de silenciar a quienes opinan distinto. Si el problema no es de contenidos, sino de formas, debemos tratar de combatir esas formas. Tal como destacó la Universidad de Chicago al condenar los “espacios seguros” y los trigger warnings, la universidad se trata justamente de confrontar visiones haciendo uso de la razón. Y lo mismo ocurre con el espacio público.

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