Por Vicente Undurraga Octubre 13, 2017

Dos elementos están produciendo en Chile mucho ruido y temor: las motos sin silenciador y Juan Andrés Camus. Improvisados especuladores políticos de tono apocalíptico hay en todos los bandos, qué duda cabe, pero la corona del último tiempo se la lleva Camus, presidente de la Bolsa de Comercio de Santiago y uno de los fundadores de la extinta Celfin Capital. Camus dijo que, de no ganar Piñera, es altamente probable que haya “un colapso en el precio de las acciones”. Viniendo eso de alguien que ha dedicado su vida a la multiplicación del dinero, lo que está preconizando es casi el acabose.

"Las motos (sin silenciador)   alteran nervios, activan alarmas, asustan perros, despiertan guaguas y desvelan a viejos”.

En todo caso, es un oportunismo extremo y una ridiculez mayúscula que el diputado PS Leonardo Soto, invocando nada menos que la Ley de Seguridad del Estado, haya interpuesto una querella criminal contra Camus por sus declaraciones. Parece duelo de payasos sin peluca. Serán manipuladoras, serán mentecatas, serán descriteriadas, serán ratoniles, pero las palabras de Camus no son criminales. Tampoco son desinteresadas, pues se sabe que puso unos milloncitos para la campaña de Piñera, con el cual tiene cercanía y amigotes en común, como Jorge Errázuriz, que se hizo famoso hace unos años por reivindicar públicamente la codicia. Pero el mismo Piñera salió a criticar los dichos de Camus: “No me gusta que anticipen catástrofes”, dijo. Y es que, dado el cargo que ostenta, la palabra “colapso” pronunciada por Camus hace un ruido inútil y asusta, y en ese sentido no se diferencia en nada de esas motos sin silenciador que a su paso alteran nervios, activan alarmas, asustan perros, despiertan guaguas y desvelan a viejos, impactando los precarios equilibrios domésticos.

Cuánto influye el ruido de las motos en el estrés nacional, específicamente en quienes viven en ciudades, es algo de lo que no nos informan ni el INE ni la CEP ni la CADEM. Seguramente mucho. No hay que ser especialista para saber que una parte importante de quienes andan en moto eluden utilizar el silenciador que la ley exige, aunque los entendidos dicen que en Chile la norma es menos estricta que en otros países en vías de civilización. Y no es que no le pongan silenciador: tras pasar las pruebas de homologación y las revisiones técnicas, se lo quitan (“escape libre” le llaman) porque hacer rugir el motor en la vía pública, suponen, aumenta su virilidad y su proyección identitaria. Incluso, hay bárbaros que derechamente le agregan un tronador, que es un dispositivo modificador de sonido, hecho para que la moto meta tal o cual tipo de ruido. Y nadie dice ni hace nada: es una indignación callada la que se experimenta, no prestigiada, cuyas víctimas, claro, como no salen a marchar no tienen prensa; tal vez sea un problema ultraburgués, pero es terrible, pues no se puede dormir tras el paso de esas motos rugientes, y a las guaguas quién las calla.

Rara vez se ve a los cada día más robustecidos teams de seguridad municipal dedicándole tiempo a fiscalizar esto, mientras que cuán a menudo es posible verlos cursando onerosos partes a personas que, alentadas por el alcohol y la bella amistad, deciden corear a altas horas de la madrugada en un balcón canciones de Eros Ramazzotti, Los Tres o qué importa quién. Considerando que tiene un famoso hermano motoquero bueno para el trasnoche, no faltará el Camus de izquierda que alharaquee con que si Piñera sale electo se producirá un colapso del silencio y la paz nocturnos.

Es obvio que no todos quienes manejan motos son así. Muchos respetan la ley y, más importante, al otro: usan el silenciador y el criterio. Aman la velocidad y el viento en la cara, quizá cierta cercanía con la muerte: debe ser una experiencia adrenalínica andar sobre dos ruedas motorizadas. Algunos se agrupan y se los puede ver los fines de semana en las afueras, por ejemplo en la cuesta La Dormida, haciendo pintorescas caravanas: son los que articulan sus vidas en torno a la moto, cuestión muy notoria en quienes cultivan la estética Harley: algo de eso homenajeaba/parodiaba Coco Legrand en sus rutinas humorísticas, hoy llamadas stand-up comedy por los alérgicos al castellano. Ojalá existieran usuarios más tranquilos, inofensivos, incluso románticos, como ese motoquero que quiso y no pudo ser el poeta Rodrigo Lira, quien pensando en la mujer amada escribió que, de ser necesario, “vendería calzoncillos con tal de pagar las cuotas de la moto para pasearla”.

Que antes de irse Bachelet cree una comisión que, en torno a una mesa con frugelés, reúna a urbanistas, ingenieros en sonido, policías, sicólogos sociales, conserjes y abogados. Podría emanar de ahí un informe tendiente a mantener a raya un problema literalmente ensordecedor que ya se escapa de control. “Chanta la moto” es una vieja expresión chilena que se usa para bajarle los decibeles o la prepotencia a un desaforado. Que los motoqueros no pierdan la calma, que paren y miren, que guarden el tronador. Y que Juan Andrés Camus chante la moto.

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