Por Álvaro Bisama // Escritor // Fotos: AGENCIAUNO Septiembre 15, 2017

El domingo pasado la presidenta Michelle Bachelet fue al Tedeum evangélico. Fue una visita extraña. Los acólitos que asistían le gritaron en la calle y un par de pastores, en sus sermones, la agredieron. Todo fue más o menos impresentable (desde el hecho que la agresión estuviese justificada por la aprobación de las tres causales de aborto a la sospecha de que el voto evangélico está alineado con la derecha piñerista, pasando por la más que anacrónica costumbre de que el Estado laico chileno viva agradeciéndole o pidiéndoles permiso a organizaciones religiosas por cualquier cosa). salvo la imagen de Bachelet abandonando enojada el templo, indignada con la encerrona, sin decir una palabra pues en realidad no cabía comentario alguno, cualquier clase de explicación sobraba.

Es interesante como esa imagen puede ser una polaroid perfecta: la presidenta saliendo de un territorio enemigo armada tan sólo con su rabia y su silencio mortal, mascando la sorpresa, sin que le parezca importante quedar bien con nadie. Tiene sentido porque quizás refleja este momento del gobierno, estos meses finales que comienzan a cerrar su relato, a despedir la casa en la que se ha habitado por cuatro años.

"Ha habido demasiado dolor, demasiados costos íntimos, demasiados errores forzados y no forzados, demasiadas cicatrices y heridas abiertas”.

Ahí, no hay ansias de conciliación, nadie desea estar bien con nadie: como ya no queda mucho, da lo mismo todo. Ya no quedan muchos amigos y las encuestas sólo consignan un piso mínimo que no se puede abandonar demasiado y que simplemente constata que los dejaron solos. En estos meses finales ya no hay compromisos que honrar y los viejos acuerdos son pactos políticos fantasmas, apenas promesas hechas sobre el destino de otro mundo en otro tiempo. Es un mundo donde la calculadora electoral es un nuevo fetiche sexual y lo que pase con Bachelet parece no ser relevante incluso para sus mismos aliados, que no requerieren de ella ni quieren ser vistos en las cercanías. Los partidos políticos huyeron y fingen de modo indecoroso las razones de por qué adscribieron al programa de Bachelet. De este modo, para asegurarse los cupos en el Congreso escogen no establecer o declarar continuidad alguna, atribulados en sus guerras floridas territoriales. Ahora mismo, la Nueva Mayoría es un fósil hasta como concepto abstracto: sin Bachelet funcionando como un lazo o un horizonte, se demoraron dos semanas en empezar a matarse entre sí.

Es lo que hay. Pero Bachelet flota por sobre ese pantano pues no depender de nadie la ha liberado, exhibiendo las contradicciones que existen entre su agenda progresista y cierta obsesión por el control de las libertades individuales de los ciudadanos. Así, si por un lado se deshizo de su equipo económico completo por el culebrón con la minera Dominga, está impulsando el matrimonio igualitario, quiere cerrar Punta Peuco y quitarle la cláusula de confidencialidad al Informe Valech; por otro, su Ministerio del Interior está empujando un decreto que vulnera la privacidad de los datos de los ciudadanos en la red, y con eso sus derechos individuales, algo que sintoniza con que hace poco tiempo se restituyó el control preventivo de identidad. En relación a lo anterior, es posible darse cuenta de que ese apuro también descansa en el hecho de que no hay nada que perder, no quedan ataduras, no se debe honrar a nadie.

Porque cuando asumió en su primer gobierno, Bachelet era un signo abierto. Podía simbolizar muchas cosas a la vez, podía encarnar demasiadas promesas y anhelos, había estado en demasiados lugares y, por lo tanto, ella misma podía ser leída como un relato vivo de la historia del país. Como con buena parte de los chilenos aquella relación con la historia se daba en un vínculo íntimo e indisoluble. En un país de padres perdidos o ausentes, Bachelet encarnó a una madre inesperada que sugirió que la política se parecía o podía poseer la retórica de lo familiar y lo cotidiano antes que en las consignas encendidas de estadistas o empresarios que sólo entienden al futuro como un lugar presidido por el recuerdo que tengan de él.

Ahora que su segundo gobierno termina, esa condición ha cambiado. Quienes están con ella han sobrevivido a todo: a las traiciones y los secretos, a los escándalos y los malentendidos, a las caídas en desgracia, a la mala prensa, a los cotilleos familiares. Entre ellos, ha pasado demasiada agua bajo el puente, ha habido demasiado dolor, demasiados costos íntimos, demasiados errores forzados y no forzados, demasiadas cicatrices y heridas abiertas; al punto de que las elecciones parlamentarias o presidenciales hasta parecen una mera distracción, una batalla cuyos disparos resuenan en la lejanía. Lo mismo la visita del Papa: otro show más. No tiene sentido insistir ahí, puede ser un desastre.

Lo que queda, que es poco pero a la vez es mucho, es algo parecido a una historia crepuscular pues es el fin de algo y se siente como tal. Por supuesto, nadie pensó que las cosas iban a terminar así, en esta nerviosa melancolía. Una melancolía que desliza quizás tal y como sonaba “Miss Misery” esa canción del malogrado Elliott Smith mientras el auto de Matt Damon huía hacia el futuro en una carretera rodeada de verde, en una vieja película de Gus Van Sant. “Habías hecho planes para los dos/ que tenían que ver con un viaje fuera de la ciudad/ hacia un lugar que sacaste de una revista”, susurra Smith con algo de sorna, pero también de desolación, tratando de describir una vida de calma que nunca tendrá. Puede ser. Lo que viene está a la vuelta de la esquina. Creemos saber lo que pasará y eso lo ha despojado de todo misterio, de todo nervio. Por lo mismo, cuando todo se ha desvanecido, lo único que queda es el presente. Ya no hay máscaras ni hay que cuidar las formas; el tiempo corre rápido y se desliza de modo imperceptible. Lo único que importa es el ahora. El mañana de Chile ya se cuidará de sí mismo.

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