Por Vicente Undurraga // Foto: GettyImages Septiembre 1, 2017

Para muchos —los friolentos, por ejemplo—, septiembre representa la luz al final del largo túnel invernal: por algo a los viejos se los felicita por haber “pasado” agosto. Con el noveno mes llegan la alegría, los días cálidos, la poca ropa, el florecer, las tardes largas, las cervezas, los shorts, los escotes; se acercan las fiestas, el fin de año.

Para otros, en cambio, septiembre es el mes más cruel. Son varios los que en estos días sucumben a horribles bajones depresivos. Ven que los aromos estallan, que huele a asado por todas partes, que la gente se erotiza, y todo eso los hunde, por efecto de contraste, en feroces achaques de oscuridad interior. ¿Quién no conoce a alguien que por estas fechas se va a negro? Por eso en septiembre se elevan las tasas de suicidios. Algunos psiquiatras lo llaman la primavera gris. “Septiembre es el mes más cruel”, por cierto, es una traducción libertina del inicio de La tierra baldía de T. S. Eliot. Si una parte de la fuerza desconcertante del verso “abril es el mes más cruel” radica en que en el hemisferio norte ese es el mes del renacer, del comienzo de la primavera, entonces un Eliot chilenizado diría, estornudando, que septiembre es lejos el mes más cruel.

¿Quién no conoce a alguien que por estas fechas se va a negro? Por eso en septiembre se elevan las tasas de suicidios. Algunos psiquiatras lo llaman la primavera gris”.

Estornudando, porque septiembre también trae para muchos, en vez de alegría, alergia. Y ser alérgico en este país, en Santiago especialmente, es cada año que pasa una condición más humillante: mocos, lágrimas, ojos como de sapo drogado, gangoseos, toses secas compulsivas, picazones y ahogos hacen del día a día un suplicio que obliga a recurrir a antialérgicos cada vez más fuertes (y más caros) que generan un sopor permanente e impiden gozar de la oferta primaveral de sol, belleza y deseo. La culpa de las alergias extremas la tienen los plátanos orientales, esos exóticos árboles que proyectan grandes y deliciosas sombras en la ciudad, pero tan malditos cuando emiten esa pelusilla de polen que deja chico (es sólo un decir) al gas lacrimógeno de las destempladas Fuerzas Especiales de Carabineros. En “1979”, un breve poema perfecto, Nicanor Parra toma nota de aquello por lo cual Santiago está destinado a desaparecer: “Autos pasan en todas direcciones / y esos temibles plátanos orientales”. Tan temibles que llevaron a Parra a irse hace 25 años a pasar su vejez en el litoral central. Su vejez que no acaba nunca porque, dicho sea de paso, este 5 de septiembre cumple 103 años. Chile entero saluda esta primavera a él y a su hermana como a dos fenómenos lumínicos: dos faros en un país de náufragos.

Hablando de poetas, en agosto se cumplieron 25 años de la muerte de Eduardo Anguita, el poeta más enigmático de Chile, que murió tras tropezarse con una estufa en el encierro de su departamento. Anguita es autor de unos cuatro o cinco poemas que están entre lo mejor de la poesía chilena, como “Venus en el pudridero”, “Definición y pérdida de la persona” y “El verdadero momento”, que muestra con imponente delicadeza cómo el pasado es algo ante lo cual apenas nos queda “superponernos condenados a fracasar / como los concéntricos círculos de un estanque en que un torpe / Arroja piedras interminablemente”. Larga vida a la obra de Anguita, creador también de ensayos como La belleza de pensar y de distancias insalvables, como las que estableció con el mismo Parra, a quien no le reconocía nada. Una vez el antipoeta lo vio en la librería Nascimento y se le acercó buscando establar diálogo. Entonces Anguita le preguntó “¿Para dónde va usted, señor?” y, cuando Parra le dijo en tal dirección, contestó “yo voy en la contraria” y se fue.

Volviendo a septiembre –también llamado setiembre, sin la “p”, por pijes y pajes en vías de extinción–, hay que decir que es sobre todo el mes de los números intensos. Del 11, desde luego, con toda su carga trágica y sangrienta, pero también del 18, con toda su carga festiva y etílica, y del 19, que celebra las glorias del Ejército con un desfile que a estas alturas debiera incorporar a ejecutivos de Capredena modelando los aguerridos privilegios de la vejez uniformada. 
Y cómo olvidar la iniciativa que en 1998 comandaran Pinochet, por entonces senador, y el senador DC Andrés Zaldívar. Pinochet y el parlamentario bajito derogaron el feriado del 11 de septiembre —instaurado en 1981 como Día de la Liberación Nacional— y decretaron en su reemplazo el Día de la Unidad Nacional. Pero no le pusieron número: sería feriado el primer lunes de septiembre, cayera 1, 2, 3, 4, 5, 6 o 7. Debutó en 1999, pero fue más impopular que Ena von Baer. Para peor, al año siguiente fue todo muy denso porque tocó 4 de septiembre, fecha grabada a fuego en la memoria chilena como el día en que Allende ganó las elecciones de 1970. Probablemente, entre canapés y risas, Zaldívar y Pinochet no pensaron en ese detalle. Lo cierto es que su iniciativa tuvo menos éxito que la Coca-Cola Life, y al año siguiente se la derogó. Y así fue como Pinochet nos robó hasta un feriado.

Relacionados