Por Álvaro Bisama // Escritor Septiembre 1, 2017

Están ahí agazapados, llenos de rabia, anhelantes. Supongo que son una conspiración, supongo que podrían volverse una secta. Puede ser. Me gusta la idea, me agrada que haya hordas de fanáticos enojados esperando que George R.R. Martin termine la serie de novelas de Canción de Fuego y Hielo, en las que se basa Game of Thrones (GOT) de HBO. Martin aún no acaba. Le quedan dos libros. Lleva años empantanado, escribiendo y puliendo, prometiendo esos tomos finales. La gente lo insulta por eso, porque no termina, porque llevan esperando un buen rato. Lo tratan de flojo. Le dedican insultos en las redes sociales, posteos en foros; él contesta, polemiza, sigue escribiendo, levanta el dedo del medio, lanza informaciones contradictorias sobre cuándo terminará el sexto tomo, cuándo cerrará ese universo literario que ha construido, esa fantasía sanguinolenta que ha devorado al mundo.

Da lo mismo la ficción  literaria. En HBO ya no lo necesitan. David Benioff y D. Weiss, los showrunners y guionistas principales de la serie, pasaron de él hace dos temporadas, en el momento exacto en que terminaron de adaptar lo ya publicado. La tele iba más rápido que las novelas. Martin, que había escrito algunos capítulos del programa, ya no participaba. Importó poco su salida, la verdad: Game of Thrones está mejor ahora, que no sigue su canon. De hecho, trato de recordar cosas que hayan pasado entre la segunda y la quinta temporada y cuesta un poco, más allá de los hitos gore que terminaron resumiendo el show: la Boda Roja, el acuchillamiento de Jon Snow, la crucifixión de los esclavistas, la humillación pública de Cersei.

"Circula la noticia que una inteligencia artificial está escribiendo sus propios libros para concluir la saga. Lleva cinco capítulos escritos”.

Porque había algo ahí, algo que era solo interesante, pero nada más. De la primera a la quinta temporada, el relato estuvo atrapado entre la libertad creativa de los productores y la obligación de mostrarse fieles a los libros, algo que a GOT siempre le dio ese tufillo de serie adulta que lo hacía medio apestosa, medio engrupida. Estabas viendo un show de fantasía medieval que te vendían como una reflexión sobre el poder y la política, quizás porque cualquier frase dicha por un actor tan bueno como Peter Dinklage tenía por defecto que sonar profunda mientras  se exhibía como una versión Fruna de Shakespeare; como algo que podía entregar alguna verdad sobre el mundo, profundizando en los contornos y contradicciones de la condición humana tal y como habían hecho The Wire, Los Sopranos o Breaking Bad. Aquello justificaba que pudieras ver la serie, eliminaba cualquier clase de culpa, enmascarando el sexo y la violencia en un manto de seriedad catódica para darle a un género como el  sword and sorcery una pátina de respetabilidad cultural que no necesitaba después de lo que había hecho Michael Moorcock con él,  sin ir más lejos.

Todo eso da lo mismo ahora. Game of Thrones dejó de seguir los libros y mejoró sustancialmente porque se sinceró. Las tramas y las infinitas digresiones comenzaron a cerrarse y cualquier profundidad se esfumó en aras del espectáculo, como si los efectos especiales y la ambición por construir un mundo fantástico tuviesen un deseo harto más banal: humillar  las adaptaciones de los libros de Tolkien que perpetró Peter Jackson. Quizás ese es el verdadero éxito de Benioff y Weiss: al lado de episodios como “La batalla de los bastardos” todas las horas que duran las películas El señor de los anillos y El Hobbit lucen soporíferas y quizás redundantes, a pesar de la infinita colección de agujeros de guión y vueltas de tuerca predecibles de la serie de HBO.

¿Qué queda de todo lo anterior? El goce sin culpa que sólo puede entregar un buen entretenimiento masivo, esa televisión de fantasía hecha de monstruos que es perfecta para cerrar la noche del domingo y proveer de un paisaje de aventuras y pesadillas lejanas que visitar antes de empezar otra semana laboral. Es la confirmación de que como artefacto televisivo Game of Thrones se basta a sí mismo pues tiene la orfebrería narrativa del culebrón y la densidad psíquica de una soap opera. Basta ver el episodio final de la séptima temporada: Jon y Daeneys se acuestan mientras se revela que son sobrino y tía, Cersei y Jaime se separan por razones morales, Tyrion trata de hablar un poco en tono de teatro isabelino sólo para cobrar su sueldo y un ejército de muertos vivos derrumba un muro de hielo ayudado por un dragón zombi que lanza fuego azul mientras lo cabalga el Rey de la Noche.

Así, la séptima temporada terminó y los espectadores quedamos en vilo. Puede que vuelva el 2019. Los trolls, me imagino, siguen haciéndole vudú a un Martin que dijo por ahí que no veía la serie para luego desdecirse a lo José Miguel Insulza con Arica. Mientras, circula la noticia que una inteligencia artificial (IA)está escribiendo sus propios libros para concluir la saga. La creó un ingeniero llamado Zack Thoutt, quien la cargó con todos los libros anteriores. La IA lleva cinco capítulos escritos. Se pueden leer en línea, en una plataforma llamada GitHub. No tienen mucho sentido, la verdad, pero eso no importa. Game of Thrones tampoco lo tiene desde hace un buen rato, salvo el deleite que puede provocar un espectáculo visual imposible y las peripecias e intrigas de una narrativa apuntalada sobre sí misma y su mitología sangrienta, softcore y delirante.

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