Por Alejandro Zambra // Escritor, desde Ciudad de México // Foto: EFE Septiembre 22, 2017

En el terremoto de Chillán, de 1939, mi abuela perdió a casi toda su familia. Crecimos escuchándola relatar la muerte de su madre: estaban en la misma habitación, pero en rincones opuestos, no alcanzaron a abrazarse. Mi abuela, que por entonces tenía veintiún años, estuvo horas tragando tierra antes de que su hermano consiguiera rescatarla. Sobrevivió de milagro y se convirtió luego en la persona más divertida del planeta, pero cuando nos contaba esta historia, por supuesto, todo terminaba en un generoso llanterío.

Mi abuela pasó con nosotros el terremoto de marzo de 1985. Yo estaba jugando taca-taca con mi primo Rodrigo, recuerdo que le iba ganando: el equipo blanco mío le ganaba al equipo azul de él. Mi abuela nos agarró de un ala para llevarnos al patio. Nos abrazó muy fuerte, luego llegaron mi mamá y mi hermana y cinco o diez angustiosos segundos más tarde apareció mi papá. Esa noche pensé, con estas palabras exactas: así que esto es un terremoto.

Eres experto en terremotos —me dice mi amigo Frank—, todos los chilenos son expertos en terremotos’”.

Después, en septiembre, vino el terremoto mexicano. Pegados a la tele, vimos una y otra vez las horrorosas imágenes de la Ciudad de México destruida. Esa noche le pedí a mi papá que fuéramos a ayudar a los damnificados. Lanzó una risotada y me explicó que México quedaba lejos, a muchas horas en avión. Me dio vergüenza. Yo tenía nueve años y parece que nunca había mirado un mapa. Quizás por la tele o por la música, creía que México quedaba tan cerca como Perú o Argentina.

Me salto a febrero del 2010. La noche del terremoto estaba solo, vivía solo. Pensé, como tantos chilenos, que era el fin del mundo. Pensé, sobre todo, que no tenía a nadie a quien proteger. Al día siguiente busqué, entre el desorden de libros, "Un hombre solo en una casa sola", el poema de Jorge Teillier, y me lo aprendí de memoria. Quería quizás reírme de mí mismo –de mi autocompasión, de mi tristeza–, pero no me salía la risa: "Un hombre solo en una casa sola/ No tiene deseos  de encender el fuego/ No tiene deseos de dormir o estar despierto/ Un hombre solo en una casa enferma".

Ahora mi casa queda en la Ciudad de México y estoy menos solo que nunca. Y supongo que estos dos terremotos al hilo, en dos semanas, me han vuelto menos extranjero. Cuando empezó el primero, el del 7 de septiembre, tenía el oído izquierdo y la mano derecha en el vientre de Jazmina, mi esposa, embarazada de casi siete meses. Y ayer, 19 de septiembre, cuando empezó el segundo, acababa de escribir el primer párrafo de esta columna. Era otra columna, por supuesto: ya ni me acuerdo de qué se trataba.

Ayer dimos unas vueltas, a veces ayudamos, a veces estorbamos, mandamos mensajes de texto, respondimos correos, hablamos por teléfono, es decir, como siempre, hicimos lo que pudimos, y sentimos que no fue mucho, que no fue suficiente. Pero al menos, al final del día, conseguimos encontrar a Frank y a Jovi, dos de nuestros mejores amigos, en una plaza de la colonia Roma. "Estoy bastante mejor de la rodilla", dijo Frank, con un optimismo a toda prueba, inmediatamente después de acomodar las muletas en el asiento trasero del auto.

Para el primer terremoto Frank estaba recién operado y no podía apoyar el pie izquierdo. Bajó seis pisos en calzoncillos y muletas, ayudado por Jovi, y pasaron horas en la plaza, frente al edificio, antes de decidirse a volver al departamento, que quedó plagado de grietas, aunque, según los ingenieros, sin daños estructurales. Con el terremoto de ayer, sin embargo, el edificio entero estuvo a punto de derrumbarse, y bajar los seis pisos fue casi imposible.

"Eres experto en terremotos, todos los chilenos son expertos en terremotos", me dice Frank, ahora. Le respondo que mi especialidad son los terremotos chilenos, que en materia de terremotos mexicanos soy apenas un principiante. Y sonreímos, como si no fuera cierto.

Hace unos años, en la pared principal de ese departamento al que ya no volverán, Frank y Jovi colgaron un mapa enorme, de dos por dos, de la Ciudad de México. Pero un mapa enorme de la Ciudad de México igual es casi completamente indescifrable sin una lupa y un montón de paciencia. Acaba de largarse a llover, todavía esperamos las réplicas y estamos todos muy tristes, pero yo pienso que quiero vivir aquí muchos años, hasta aprenderme ese mapa de memoria.

 

Relacionados