Por Evelyn Erlij // Periodista @ejerlij Agosto 18, 2017

“Hablar del pato Donald es hablar del mundo cotidiano —el del deseo, el hambre, la alegría, las pasiones, la tristeza, el amor”, escribieron Ariel Dorfman y Armand Mattelart en 1972, y aunque suena tan romántico como Céline Dion y Peabo Bryson cantando “La bella y la bestia”, la cita esconde un timbre apocalíptico propio de la era en que fue escrita: esos días en que la Guerra Fría pintaba el mundo en blanco y negro. Disney, decían los autores  de Para leer al pato Donald —un clásico de la crítica cultural marxista—, era un lavadero de cerebros del imperio yanqui, pero si se deja de lado el tono rojizo de esa diatriba, lo cierto es que los dibujos animados dan bastantes luces sobre su contexto histórico. Pongámonos retro y pensemos en Bambi.

La secuencia en cuestión es la que por décadas traumó a miles de niños: un balazo tumba a la madre del cervatillo y ella muere sobre un charco de sangre. A nadie se le ocurriría hoy exponer a un hijo a tal violencia, pero corría 1942, millones de personas morían en la segunda guerra europea y ese estado de ánimo fatalista no dejó de sentirse durante los siguientes 40 años de chantaje atómico entre Estados Unidos y la URSS. El terror ante un holocausto nuclear royó los nervios de varias generaciones que creyeron ser las últimas en poblar la Tierra, pero por suerte el tiempo probó, como dijo Thomas Hobbes, que una guerra no es sólo sangre ni muerte, sino un lapso de tiempo en el que la voluntad de entrar en combate es conocida.

"Lo que hoy trae de vuelta la vieja retórica cataclísmica, no tiene sentido: el matonaje nuclear en el que están engarzados Donald Trump y Kim Jong-un suena a yincana escolar”.

La Guerra Fría fue una ofensiva psicológica, una contienda de juegos retóricos en la que la idea de la destrucción mutua asegurada —cuyo acrónimo en inglés es MAD, es decir, “loco”— frenó el exterminio total: atacar al enemigo significaba la aniquilación propia y, de paso, el fin de la humanidad. Fue una estrategia macabra pero efectiva; un duelo a punta de miedo que, de salir mal —como casi ocurrió con la Crisis de los misiles de Cuba—, tenía de salvavidas un teléfono rojo que unía a Washington y Moscú. Luego de Chernobyl (acabose de la estupidez atómica), y tras la caída de la URSS, nadie quiso saber más de refugios antimisiles ni de bombas de neutrones. De golpe, el mundo olvidó el apocalipsis nuclear. Al menos hasta ahora.

La riña entre Estados Unidos y la Unión Soviética tenía una narrativa —dos potencias, dos ideologías tratando de adueñarse del mundo—, pero lo que hoy trae de vuelta la vieja retórica cataclísmica no tiene sentido: el matonaje nuclear en el que están engarzados Donald Trump y Kim Jong-un suena a yincana escolar, a bullying cruzado de niños camorristas que no saben ni quieren perder. Lo del líder norcoreano que amenaza con lanzar cuatro misiles balísticos contra la isla estadounidense de Guam, en el Pacífico occidental, es una pataleta suicida, pero lo de Trump es peor: en su afán discursivo por parecer tan recio como el Hombre Nuclear —imagen que viene de cajón—, el presidente olvidó que el secreto de toda acción atómica es, justamente, nunca pasar a la acción.

Cuando el magnate declara a la prensa que si Corea del Norte no frena sus provocaciones “se enfrentará a un fuego y a una furia nunca antes vistos” lo que hace es borrar con el codo lo que varios de sus antecesores escribieron con la mano: por un lado están los intentos históricos, civilizados y diplomáticos por evitar una catástrofe planetaria, y por otro están los esfuerzos de Bush, Clinton y Obama por desnuclearizar la península coreana, como lo recuerda el periodista John Cassidy de The New Yorker. Al hablar con la misma violencia discursiva que Jong-un, Trump no sólo está otorgándole estatus de potencia atómica oficial a su país enemigo, un título que tienen Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Gran Bretaña, según el Tratado de No Proliferación Nuclear. También está ignorando sin ninguna vergüenza las lecciones de la historia.

Su reacción frente a los ataques de los supremacistas blancos en Charlottesville recuerda lo obvio: Trump no tiene tacto diplomático ni talento oratorio. “Condenamos esta indignante manifestación de intolerancia, odio y violencia proveniente de varios lados”, dijo el presidente, como si equiparara racistas y pacifistas. Sus portavoces corrieron a enmendar el bochorno, pero la idea del error discursivo, si se piensa en el tono apocalíptico de hoy, hiela la sangre: Trump es capaz de abrir el maletín que guarda los códigos del arsenal nuclear más poderoso del mundo. Quién sabe, una palabra de más en Twitter y el impredecible Kim Jong-un podría soltar un misil.

Si es cierto que el presidente mira el canal Fox News todo el día, no estaría de más que alguien cuele Bambi en la programación: quizás se acuerde de su infancia en los años 40, esos tiempos feroces en los que la muerte penaba hasta en los monos animados.

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