Por Álvaro Bisama // Escritor Agosto 25, 2017

Son los días posteriores a la muerte de John Lennon. La hoja suelta de un diario flota en el aire con la noticia. Un hombre está con una mujer en un motel de la carretera. El hombre antes fue policía, detective privado, taxista. El hombre huye de sí mismo: ha recogido a un manco en el camino, ha ido a ver a su padre buscando alguna respuesta para el desastre que es su vida. No ha conseguido nada; la visita a su padre ha implicado sólo vacío y frustración; ha retornado al camino. Entonces, ha conocido a la mujer. La mujer también huye, no dice de qué. De pronto, llega Sinatra a buscarla. Ella se va con él, deja al hombre. Pasa un tiempo. El hombre vuelve a Nueva York, a su vida suspendida. Un día recibe una invitación de Sinatra. Es para una pelea entre Joe Louis y Jack La Motta. Sinatra la ha montado para sus amigos. El hombre asiste. Deambula por la fiesta. Sinatra es una suerte de celebridad deforme, una especie de sol agonizante. Sinatra canta. La pelea termina. El hombre habla con Sinatra. Sinatra conversa con él, aunque en realidad es un modo de justificarse a sí mismo, de explicarse ante la historia. “Sé que usted está allí… y sé que se pregunta qué más estoy esperando… Pues bien: nada más… nada más de lo que he logrado… Ser un simple maestro de ceremonias… Maestro de ceremonias del mundo”, dice.

El hombre que escucha a Sinatra hablar se llama Alack Sinner; su conversación es uno de los momentos que aparecen en Encuentros y reencuentros, uno de los álbumes compilados en Alack Sinner Integral, la edición que Salamandra lanzó este año con todos los álbumes e historias cortas que el guionista Carlos Sampayo y el dibujante José Muñoz hicieron con el personaje desde los setenta hasta mitad de la década pasada. Se trata de una obra maestra, ya no sólo de la historieta sino del policial. Muñoz y Sampayo comenzaron a escribir a Sinner cuando eran sólo dos jóvenes argentinos perdidos en Europa y envejecieron con él. De hecho, partieron haciendo algo que parecía una novela negra y terminaron contando la vida de un antihéroe que se volvió testigo de la Historia.

"El género policial negro nos permitió sublimar todo el terror que la historia nos proponía: la situación argentina, el imperialismo, la estupidez y la crueldad humanas”, dice el dibujante José Muñoz.

Así, como fanático del jazz, Sampayo empezó cada vez más a meter el sonido de la calle en las historias, a perderse en voces y líneas paralelas, a dejar que lo que estuviese escribiendo también pudiese dar cuenta del vértigo, el tedio y el murmullo de lo real. Muñoz, por su lado, se convirtió en un maestro del dibujo en blanco y negro, usando el trazo de un pincel rugoso que hacía que las luces y sombras pudieran representar la violencia alucinada de la ciudad, pero también, de modo interminable, la soledad de los rostros que la habitaban.

Ambas cosas se pueden leer en las historias de Sinner. A medida que pasa el tiempo, Sampayo lo va despojando de certezas, volviéndolo cada vez más y más silente. Mientras, Muñoz va quitándole casi todo detalle de la cara que no sean unas líneas que asemejan cicatrices o arrugas, volviéndolo cada vez más abstracto, como si la perplejidad del sujeto ante el comportamiento del mundo pudiese ser representado como un laberinto insondable, un laberinto hecho de manchas de tinta negra.

Esa perplejidad y ese silencio se transformaron en el sello del personaje, que atraviesa los hitos del pasado reciente como un testigo involuntario mientras envejece, se enamora de modo dramático, descubre que tiene una hija y se topa con policías corruptos y criminales tristes, pero también con miembros de servicios secretos latinoamericanos, inmigrantes ilegales, políticos corruptos y héroes anónimos.

Muñoz y Sampayo, para esto, no se cierran al presente sino que lo incluyen como centro de lo que cuentan. Sinner no vive en una ciudad idealizada para la ficción. La gracia de lo que leemos es justamente lo contrario: el modo en que el relato capta la cacofonía y el caos de la vida moderna al modo de una melodía quebrada, haciendo que la narración sea capaz de contener los contornos contradictorios de un mundo en crisis.

Anoto lo anterior porque hay en el trabajo de Muñoz y Sampayo un deseo de construir un arte hecho con los detalles de la realidad, de recogerlos en la ficción para que habiten como símbolos antes que como referencias. Ese deseo tiene que ver con la madurez paulatina de un Sinner que se vuelve cada vez más melancólico, triste y solitario, pero también con el modo con el que sus autores trataron de procesar los tiempo que les tocó vivir. “Sinner es multicultural y cosmopolita sin saberlo y sin salir de su barrio. El género policial negro nos permitió sublimar todo el terror que la historia nos proponía: la situación argentina, el imperialismo, la estupidez y la crueldad humanas”, dijo Muñoz en una entrevista.

Tiene razón. Para quienes siempre leímos las aventuras de Sinner a cuentagotas y en fragmentos, serializadas en revistas argentinas como Fierro que llegaban descontinuadas a fines de los ochenta a los quioscos chilenos; el volumen es un tesoro que permite comprender la amplitud del proyecto de los autores, pero también el modo en que Muñoz y Sampayo trataron de entender qué tenían que decir sobre el mundo que les tocó y cómo seguir adelante en él. Por lo mismo, es imposible no recordar que luego de las palabras de Sinatra, como Sinner abandona el lugar y lo deja hablando solo, para luego pensar: “¿Por qué me iba? Porque si en algo nos habíamos parecido alguna vez ya no era así. Estábamos en aceras opuestas y me sentí contento de ello, casi en paz por ser sólo un maestro de mis propias ceremonias y entender que el mundo, todo el mundo, es pequeño como mis recuerdos”.

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