Por Álvaro Bisama // Escritor Agosto 4, 2017

Quiero entender esto así que lo escribo, trato de relatarlo para darle un sentido. Pasa en Santiago, en el centro, cerca de la estación Santa Ana. Pasó hace dos semanas en la tarde, a la hora en que la gente vuelve a la casa. Todo está grabado desde la cámara de un celular, en una sola toma. Dura 22 minutos. El video original fue borrado, lo que queda en YouTube son reproducciones en una calidad menor, donde la precisión de los detalles se ha perdido un poco, los rostros están menos nítidos.

Pero está ahí: un largo plano secuencia inexplicable y absorbente.

En el video vemos a una pareja pelear. Ella lo ha sorprendido a él con una amante. A ella la acompaña una amiga. La amante está dentro de una camioneta Mitsubishi con los vidrios polarizados. La mujer golpea las ventanas. La gente se aglutina alrededor. Sacan sus celulares. Graban. La mujer le grita al hombre. Lo sacude, alienta a la gente. La amiga o pariente la ayuda. La turba abuchea al infiel. La amiga golpea el auto. Llega una anciana que ríe. La mujer le pega una patada al hombre, le bota el celular al suelo. “Hay que pegarle al desgraciado”, grita alguien. La multitud aúlla. De pronto, de la nada, aparece un mujer rubia, saca un aparato y le aplica electricidad al infiel. La mujer despechada le rompe la polera. La de la electricidad vuelve de nuevo. Vemos las chispas sobre la piel del sujeto. “Déjalo en pelota”, grita alguien. Hay más patadas. Dan la vuelta al otro lado. De nuevo aparece la rubia y electrocuta al hombre por tercera vez. Las cámaras graban. La turba ríe. Una mujer sostiene un bebé en brazos. Aparece más gente. Nadie se conoce. Todos son espectadores hermanados en el morbo, en la violencia, en el show. Un chico trata de abrir la puerta del auto a patadas. La puerta no se abre. No se puede ver qué pasa adentro. Golpea el vidrio. No funciona. La mujer corre un toldo que está en la parte trasera de la camioneta, donde está la carga, que al parecer consiste en kits de seguridad, cinturones reflectantes y cascos.

"Aquí está Chile: un país que carece de sentido, salvo la idea de que el odio y el espectáculo,  es lo que lo une”.

La mujer engañada toma un casco. Le pega al vidrio trasero. La anciana mira. Un hombre trata de abrir una de las puertas. La mujer saca uno de los kits y azota la puerta. Llega un hombre del público a ayudarla. Arrancan los espejos retrovisores. La anciana abre la carga, se guarda un casco en una bolsa. Todas las nacionalidades desaparecen. Todos los acentos se mezclan, suenan chilenos. Patean la puerta. Nada. Todo cerrado. Se escucha un ruido, algo se rompe detrás de la multitud. Alguien hace aparecer un fierro largo. Un chico trata de forzar la manilla de la puerta de la Mitsubishi con el fierro usándolo de palanca. La palanca se dobla y se rompe. “Ahueonao”, le grita la gente. La manilla sigue intacta. Una muchacha que fuma aparece con una cerveza en la mano. Alguien empieza a golpear la ventana del auto con una cinta reflectante. La cinta se ve como un rayo de luz, concentra la electricidad de la multitud.

Llevamos 17 minutos de video. Pienso en Masa y poder de Elias Canetti, pienso en todos los discursos sobre la identidad y el futuro de Chile y las palabras de buena crianza de todos los candidatos de las primarias. Pienso en la junta de la Democracia Cristiana. Todo eso queda vacío acá. Todo está quebrado. Este es el carnaval secreto de la calle. Aquí está Chile: un país que carece de sentido, salvo la idea de que el odio es lo que lo une, de que espectáculo es lo que lo une; de que la desgracia ajena es mejor que cualquier campaña, que cualquier consigna, que cualquier cadena nacional, que cualquier programa de gobierno.

Entonces el vidrio cede.

La mujer que fuma trae la botella de cerveza y termina de destruir la ventana. El vidrio se hace trizas. La mujer engañada trata de abrir el seguro de la puerta. Vuelve el hombre y se interpone. Suenan las sirenas de Carabineros. Alguien del público abre el seguro. Aparecen los policías. Vemos una mano de la mujer que está adentro: uñas pintadas, el destello de un cuerpo lleno de miedo. “Ahí está la amante dentro del auto”, gritan. “Que la saquen”, gritan. Los policías tratan de llevársela. La multitud la pifia. La mujer y su amiga se lanzan sobre ella. La amante vuelve al auto. Los policías tratan de intervenir. La mujer engañada tira al hombre al suelo. Le pega, le tira el pelo, la amiga lo golpea en la cabeza. Los carabineros los separan y sacan a la amante por otro lado. Se la llevan. El ruido invade todo. Los gritos, las bocinas, las sirenas; hay una micro estacionada al lado. La cámara los sigue a todos hasta el furgón policial. Las mujeres siguen peleando. Los carabineros tratan de llevarse detenido a uno de los chicos que han ayudado a romper la ventana. La mujer y su amiga lo rescatan.

El que filma las sigue. No hay cortes, el plano sigue siendo el mismo. Brian de Palma habría matado por un plano así. Entonces, el espectáculo termina. No sabemos dónde quedaron todos: el hombre, la anciana, la rubia armada con electricidad, los chicos que pateaban el auto. Termino de escribir esto. Sigo sin entender nada. La multitud se deshace. Vemos cómo la mujer engañada y su amiga caminan rápido para luego perderse entre los que vuelven a sus casas luego de la jornada laboral, todos iluminados por los avisos de los negocios que están a punto de cerrar antes de que el frío y la noche dejen vacío el centro de Santiago.

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