Por Vicente Undurraga // Editor literario // Foto: Agenciauno Agosto 18, 2017

El día en que me enteré de que no tenía sida casi muero atropellado. Salí tan dichoso del laboratorio clínico que por poco me mata una 4x4 que, hecha una bala, venía bajando por avenida Los Conquistadores. Parecerá comedia, pero fue un drama espeso. Durante cuatro años de mi juventud no me atreví a hacerme el test. Preferí vivir más de mil noches en la incertidumbre, chuteando el examen en aras de un día a día que se fue volviendo paranoico, solitario y tristísimo. ¿Por qué? Por cobardía, ciertamente, pero también por arrastrar información errónea desde la básica. En parte, esto se entiende en el contexto de un Chile que en la materia ha pasado siempre de no informar suficientemente a no informar en lo absoluto. Tanto, que ahora se destapó un hecho crudísimo: somos, lejos, el país de América donde más se han incrementado los contagios, pues la nueva población sexual ignora el VIH.

Enterarme de que no tenía sida fue una alegría infinita, sobre todo porque quería tener hijos, pero he llegado a entender que portarlo no tendría por qué ser el infernal acabose que pensaba. Que sida se escribiera hasta hace poco con mayúsculas, y no sólo la letra inicial, Sida, sino todas, SIDA, es un indicio de la percepción que se tenía (y acá aún se tiene) del virus: contraerlo eran palabras mayores, mayúsculas, la pérdida irreversible de las defensas. Y así era, pero hace tres décadas, cuando se le llamaba “el mal del siglo”, por su monstruosa letalidad, o “la peste rosa”, en errónea referencia a que era cosa de homosexuales, superstición surgida del hecho de que el sexo anal aumenta las posibilidades de contraer el virus, pero no es la única vía de contagio ni es, claro, una vía exclusivamente homosexual.

"Que sida se escribiera hasta hace poco con mayúsculas, y no solo la letra inicial, Sida, sino todas, SIDA, es un indicio de la percepción que se tenía (y acá aún se tiene) del virus”.

Las cifras indican que hay muchos nuevos casos notificados, pero sobre todo no notificados: caldo de cultivo para muertes tempranas. Es hora de que Chile se ponga serio y se deje de políticas tipo DC, melifluas. Bachelet salió a decir que lo que cabe es “no esconder la cabeza, sino poner manos a la obra con más prevención y más información”. Que así sea implica tener campañas permanentes y claras. No se trata de sembrar el terror, sino al contrario: de desterrarlo, de informar para que cada quien viva su sexualidad y sus jeringueos como guste, pero con cuidado, y si se contagia, que lo asuma como la dura enfermedad crónica que es, no como un estigma letal. Ponerse serio significa, también, masificar de una buena vez los test de cuarta generación, que arrojan resultados inmediatos y requieren de un periodo de ventana mucho menor. El periodo de ventana es el tiempo que debe pasar entre que se contrae el virus y que el organismo genera anticuerpos detectables por el test. Antes era de tres meses: una eternidad infernal para saber qué hay detrás de la ventana. Hoy es de dos o tres semanas. Ponerse serio, en fin, implica agilizar e igualar el tratamiento en los sistemas privados y públicos. Si no, tener VIH seguirá siendo un “Viaje sin rumbo”, como dice la canción de Tiro de Gracia que cuenta de un joven que se contagia, tiene sexo con su novia, la embaraza y desata una tragedia.

El sida ha inspirado ensayos brillantes como uno donde Susan Sontag analiza los alcances metafóricos del virus, ficciones desasosegantes como Pájaros de la playa, de Severo Sarduy y testimonios de alto vuelo literario como la correspondencia de Néstor Perlongher o las memorias del escritor Hervé Guibert, que murió de sida en 1991. Amigo de Michel Foucault, que murió de lo mismo, Guibert contó en leve clave de ficción la secreta y dura agonía del filósofo francés en 1987, cuando hasta el enfermero lo denigraba. Hoy Foucault tendría en Francia tratamiento, contención y claridad para enfrentar todo, ¿pero en Chile?

Cada tanto acá el tema asoma públicamente pero, como delito de magnate, se olvida rápido. En 2013, una joven llamada Carolina del Real publicó en su blog: “YO mujer de ojos verdes, rubia, de colegio privado, apellido compuesto y el segundo apellido inglés jajaja, yo tengo SIDA desde 2010”. Medio Chile habló de ella, fue a la tele, se alzaron voces contra la desinformación. Pero todo quedó en nada y dos años después posteó: “Llego a un lugar donde no me conocen y me siento libre, hablo, me desubico, me equivoco, hasta el maldito momento en que alguien me reconoce”.

Estos casos muestran cómo el sida se sigue viviendo por estos lados como en los 80, a lo Philadelphia, aunque al menos la derecha ya no se opone al condón —¿o sí?—. En 1985 se editó anónimamente en Chile un libro gratuito y aberrante: Sida, la plaga mortal. ¿Cáncer gay o profecía? Trataba el virus como una peste divina con cargo a gais, promiscuos, negros, herejes y otros “desviados” y recogía opiniones de chilenos sobre el sida, irreproducibles aquí por su virulencia y agresiva ignorancia. Cuestiones así hoy son impensables —¿o no?—, pero la ausencia de campañas sólidas produce un efecto similar a esas infamias de los años oscuros: ignorancia, pánico, rechazo, muerte.

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