Por Alberto Fuguet // Escritor // Foto: Latinstock Agosto 4, 2017

“La gente de aquí/se ha convertido/en la gente/que finge ser”, escribe Sam Shepard en lo que quizás es su mejor y más representativo libro: Crónicas de motel. También fue el más vendido, sobre todo en traducciones porque, como buena parte de los mejores artistas norteamericanos, Shepard fue apreciado más afuera que adentro. Shepard escribía con el aplomo espartano del aquí. ¿Pero dónde queda el aquí precisamente? Firma ese poema en Los Ángeles, en 1981. Los Ángeles es donde termina el Oeste americano y el continente.

Shepard no nació vaquero (era de Illinois) pero hizo del Oeste, ese territorio que empieza en el río Misisipi, su tierra. Todas las crónicas de ese libro indispensable parecen entradas en una bitácora, despachadas desde moteles camineros. Quizás lo son. O a lo mejor las escribió en otra parte. Pero huelen al Oeste, tienen polvo. Shepard fue un poeta de jeans, sombrero y botas. Poemas, trozos escritos en servilletas, anotaciones, diálogos quizás robados de bares, lavanderías, moteles de mala muerte. Antes de los blogs, Shepard legitimó lo fragmentario y remixeó a Kerouac y Ginsberg y capaz que a Carver y a Ford. Shepard hizo de todo y es un dramaturgo de primera. Para aquellos que lo leímos en castellano (en Anagrama) y desde Chile fue fundamental. Formateó nuestro inconsciente, nos liberó. Se podía crear un mundo desde un rincón del mundo que no tenía densidad literaria y se podía hacerlo como despachos dolorosos desde el insomnio de las 3 a.m. Shepard era voz, su voz era su personaje. Aparecían decenas y decenas de secundarios, como en las películas, pero el Oeste que nos presentaba era el suyo.

"Shepard ordenó, poetizó y le dio sensibilidad al Oeste: como dramaturgo, como escritor, como poeta, como guionista y hasta como actor”.

John Ford lo filmó, John Wayne lo encaró, Eastwood dudó acerca de los mitos, Peckinpah mostró su lado oscuro, Willie Nelson y Woody Guthrie y hasta Bob Dylan cantaron la experiencia de andar por los caminos. Pero Shepard la ordenó, poetizó y le dio sensibilidad. Lo hizo de varias maneras: como dramaturgo, como escritor, como poeta, como guionista (París Texas es parte de su cosecha) y hasta como un actor que se negó a ser estrella o galán, teniendo todo lo necesario para hacerlo. Shepard fue, de alguna manera, el intelectual roquero que le dio una mirada articulada y compasiva, con quizás una sensibilidad un tanto europea como de chico punk urbano, hacia esos parajes, tanto físicos y morales, que ahora quizás son momentáneamente cotos de Trump, pero que es desde donde ha salido el verdadero arte americano. Eso era parte clave de Sam Shepard, que partió esta semana a los 73 años: lo americano que era. Tal como Springsteen. “De un extremo a otro de la carretera, nada se mueve. Ni un solo tallo se agita. Ni siquiera se mueve la solitaria pluma de alondra enganchada en el clavo del poste de la valla. Avanza con la puntera de la bota por la negra pista de caucho quemado del patinazo. Sigue con la vista el brusco y enloquecido viraje de los neumáticos. El acre olor del caucho. El dulce olor de la arena abrasada”, escribió.

Esto no era el pavimento seductor de Manhattan (sí, es cierto: deambuló por el Chelsea Hotel con nada menos que Patti Smith), sino donde la soledad física supera la moral. Algunas de sus obras sobre machos heridos y aterrados se han montado acá, pero dan ganas de verlas de nuevo en las tablas. Obtuvo el Pulitizer y se volvió el Chejov del Oeste, usando como base el desarraigo, la errancia, los deseos truncados. Como actor, lo que hizo fue insólito. Brilló siempre, en cintas notables y en obras mediocres, en roles secundarios. Fue el centro de Días de gloria, de Terrence Malick, y su rol como el granjero adinerado pero solo, enfermo, que vive en una mansión sacada de un cuadro de Edward Hopper, quizás le ayudó mucho a su persona. Elegidos para la gloria, sobre la saga de los primeros astronautas, le valió una nominación al Oscar como actor secundario y lo hizo lucirse como un vaquero que desea saltar hacia la luna (¿Luna Halcón?). Al juntarse con Jessica Lange entendió que era imposible competir y optó por apoyarla más que competir. Hicieron varias cintas juntos, partiendo por Frances. Y a partir de ahí Shepard optó por apoyar a mujeres en cintas de mujeres: a Diane Keaton, a todas las divas en Magnolias de acero, a Julia Roberts en El informe Pelícano. Era como si hubiera encontrado su lugar: yo me quedo en casa escribiendo y que ella brille. Él las dejaba brillar. Aunque hoy captamos que el brillante era él: se necesita mucho talento para hacerse a un lado y sin embargo estar en el centro.

Las carreteras, los coches, la soledad siempre presente y la aventura empapan sus Crónicas de motel, un libro que, como decía la célebre contratapa, reúne “historias rotas”, fragmentos autobiográficos, relatos y poemas admirablemente servidos por una escritura rápida y escueta. Así que se podía escribir así. Un motel podía ser un lugar y no solamente un no lugar. Un poema no debía rimar, debía salir de adentro. Shepard, como en el cine, parecía un secundario, pero ahora, mientras escribo esto, capto que fue protagónico. Capital. Fundamental. Irreemplazable.

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