Por Vicente Undurraga // Foto: GettyImages Agosto 25, 2017

El 2010 explotó el caso Karadima y la iglesia de El Bosque se llenó de periodistas en busca de feligreses. Tras la pregunta de rigor, una señora puso cara de asombro, lo pensó un poco y dijo: “¿El padre Fernando…? ¡Noooooooo!”. Mientras esa “o” se alargaba, ella ingresaba en la zona de la posmentira.

Si la posverdad es una falsedad (de “hechos alternativos” habló un tony estadounidense) que procura pasarse por verdad apelando a los resortes emocionales del interlocutor, ¿qué vendría siendo la posmentira? Lo mismo, pero al revés: la negación más o menos irracional de lo evidente. Aquello que sabiéndose cierto, quiere pasarse por mentira mediante un precario arreglo retórico.

"Posverdad es una palabra fea, inconjugable, un eufemismo acomodaticio con olor a PPD, la flor mustia de un lenguaje de acomodos”.

Mentir es fácil, dicen algunos. Otros creen que la mentira tiene patas cortas. “Es más fácil pillar a un mentiroso que a un ladrón”, dicen, aunque lo verdaderamente difícil es pillar a un ladrón que no sea mentiroso. “Miente, miente, que algo queda” es un viejo dicho que podría ser la síntesis de la posverdad. También podría ser el lema de Pilar Molina, panelista del programa En buen chileno que entre acusaciones infundadas (a Manuel José Ossandón) y preguntas desinformadas (a Lily Pérez sobre la ley de aborto, por ejemplo) soltó, hace poco, la siguiente afirmación: “El Mercurio cumplió un rol de combate” a la dictadura.

Si para los partidarios de la dictadura el Plan Z fue una posverdad, los detenidos desaparecidos fueron una posmentira: una realidad ominosamente negada. En esa lógica, quienes siguen desconociendo que Pinochet fue un asesino y un ladrón son posmentirosos, como lo son los que relativizan la brutalidad dictatorial de Maduro.

Los periodistas antiguos usaban el concepto “verdad deseada” para señalar aquello que, habiéndose demostrado falso, la gente quiere creer que es real. Se ve cada vez que surge una denuncia grave contra algún poderoso muy odiado. Si la acusación se cae, las ganas de que fuera cierto hacen que surjan las teorías conspirativas o que muchos insistan por siempre en que “algo de cierto debe haber habido”. Ejemplos de querer creer sobran. Que Hitler vivió en la Patagonia fue para el folclorista Miguel Serrano una posverdad en la que creyó como si se tratase de una posmentira, con igual convencimiento que la señora en Karadima. No hay peor ciego que el que sí quiere ver.

Pero hay casos más triviales: si los mitos urbanos (que chupar una moneda bloquea el alcotest) son posverdades, el ninguneo y el chaqueteo son las formas nacionales por excelencia de la posmentira. Que somos los ingleses de Latinoamérica es una posverdad cómica. Que no somos los ingleses de Latinoamérica es una posmentira triste.

Pero, ¿de qué estamos más llenos en Chile, de mentiras que se toman por verdad (posverdades) o de verdades que se dan por mentira (posmentiras)? ¿Tiene sentido tal distinción? Sí y no. No, porque todo se enreda y parecen dos formas de lo mismo. Y sí, porque distinguirlas marca un sentido. Nos caracteriza más como sociedad el no querer ver lo cierto que el dar por cierto lo falso. Es la nuestra una cultura de la negación. “Yo no fui”, dice un típico canto colegial que busca eludir responsabilidades respecto a la emisión de un gas pestilente.

Un posmentiroso tiene que ser, a ratos, pos honesto y mechar sus posmentiras con posverdades. E incluso con preverdades: los clásicos rumores. Además de verdugo, Álvaro Corbalán fue un cafiche que “tuvo algo” con Maripepa Nieto a expensas del Estado, pero siempre se dijo que era una preverdad, una calumnia marxista. Pero era una posmentira, una verdad negada. En Las letras del horror, Manuel Salazar narra cuando Humberto Gordon, director de la CNI, le paró los carros a Corbalán: “¿Cómo te atrevís a hablar de plata, sinvergüenza de mierda? ¿No te acordái lo que te gastaste, con fondos del servicio, con la Maripepa Nieto en Viña?”.

Y se dan transiciones. “Piñera y Allamand no se pueden ver”: esta frase fue por años una preverdad; hoy es una posmentira. O sea, nunca se han tragado. Todo posmentiroso ha sido antes un preverídico, lo que lo vuelve un poscoherente. Es, como se ve, un asunto muy posmoderno, ya que supone la sospecha extrema sobre lo humano y las palabras. Pronto nada será lo que se dice que es –Orwell proponía inventar palabras para dar cuenta de una realidad siempre falseada, pero nada más lejano a su afán que armar relamidas palabras compuestas para decir lo mismo de siempre: nada–.

El término posverdad se viralizó: Bachelet lo utiliza para referirse a sus críticos, y sus críticos, como el economista Sergio Melnick, lo usa para referirse a ella. Es una palabra fea, inconjugable, un eufemismo acomodaticio con olor a PPD, la flor mustia de un lenguaje de acomodos. Un día todo será pos: posteducación, postsalud (ya la tenemos), postsexo, poscrédito, posjusticia (en la medida de lo posposible), pos Pinochet, pos-Concertación, pos Bolaño, posprevia, poslectura, posdelincuencia, pos-Penta, pos-Chile.

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