Por Álvaro Bisama //Escritor @alvarobisama // Foto: AGENCIAUNO Agosto 18, 2017

La cosa es así y da para una novela que ojalá escriba alguna vez Marcelo Mellado: Alberto Mayol perdió en la primarias presidenciales del Frente Amplio con Beatriz Sánchez; afirmó que no iba a ser candidato y luego dijo que sí, que iba por el distrito 10. Todo estaría bien si ese distrito no fuese el de Giorgio Jackson, que salió elegido hace cuatro años cuando la Nueva Mayoría se restó de esa comuna para dejarlos contentos. Sabemos lo que pasó después: Revolución Democrática creció como una especie de subcultura hipster, adhirió al gobierno de Bachelet en clave de “colaboración crítica” (un concepto que la Democracia Cristiana hubiera estado orgullosa de inventar) y luego se salieron cuando los confirmaron como partido político. Después se formó el Frente Amplio, sacaron a Beatriz Sánchez de candidata copiando el efecto Guillier, y Mayol perdió y ahora hay un lío gigantesco por culpa suya, un lío que terminó con una imagen tan literaria como fúnebre: la de una serie de representantes del Frente Amplio yendo a su casa a medianoche para decirle que no, que no iba a ser jamás candidato de la coalición, que no lo querían ahí con ellos o cerca de ellos.

Todo lo anterior es patético y más bien penoso. Al lado de la operación para bajar a Mayol el lunes por parte de RD, lo que hizo el PS con Lagos parece artesanía fina, una filigrana de conspiraciones alimentadas en silencio y cuidada por mucho tiempo. La imagen de esa comitiva tocando la puerta de Mayol es tan feroz como el uso tardío de los audios como prueba que esgrimieron y el modo en que se indicaba que estos debían ser escuchados en clave para buscar ahí amedrentamiento y misoginia.

"Mayol  nunca se movió con sutileza y se comportó como un elefante dentro de la cristalería de la nueva izquierda chilena”.

Por el momento es imposible no percibir que acá no hay demasiadas ideas y sí una colección de acuerdos de pasillo y traiciones sistemáticas. Tampoco demasiada sorpresa. Por supuesto, el problema es Mayol o, mejor dicho, el hecho de que el Frente Amplio (y Revolución Democrática) no sabe muy bien qué hacer con él, cómo tratarlo, cómo entenderlo o qué carajo decirle para que esté contento. Nada raro: han pasado demasiado tiempo felicitándose a sí mismos como héroes de su propia épica como para percibir cómo funcionaba la misma coalición que habían creado. Porque el error fue de ellos: nunca percibieron que Alberto Mayol siempre estuvo fuera, algo que él siempre supo.

Porque Mayol era demasiado extraño para el Frente Amplio, lucía fuera de lugar ahí, parecía sacado de una postal del los 70 o, más bien, parecía alguien que salía a buscar ahí, en ese imaginario, un mundo perdido al que abrazar, una utopía rota que a fuerza de empeño podía volverse cierta. Eso subrayó su peculiar excentricidad y, sobre todo, terminó de volverlo incompatible con la ilusión de modernidad que los frenteamplistas querían construir a toda costa. Pero ahí están las virtudes y defectos de Mayol; ese es el sentido de su retórica y su trabajo académico, es su modo de comprender el lugar del intelectual: Mayol es el hombre que se queda de pie en la fiesta porque percibe que esa fiesta siempre es ajena, es quien escribe ópera en vez de bailar cumbia, es alguien que hurga en las contradicciones de los otros como si fuesen cicatrices abiertas para poner en jaque las apariencias, tensionando todo hasta revelar las costuras de ese orden frágil. Así, más especializado en el debate crítico que en el acuerdo político, Mayol nunca se movió con sutileza y se comportó como un elefante dentro de la cristalería de la nueva izquierda chilena porque era alguien que recordaba el pasado cuando todos hablaban de futuro; a veces sonaba alucinado e irreal, a veces cándido, a veces feroz.

Por lo mismo, apareció en el momento exacto para preguntar cuánto había de careta en el Frente Amplio, cuánto podían aguantar realmente, cuánto podían doblarse antes de romperse y hacer que todas las selfies felices de Instagram terminaran siendo muecas vacías. Mayol apareció para recordarle al Frente Amplio algo que aún no habían aprendido: que la política está hecha de sorpresas, de cuentas impagas, de vueltas de tuerca. Apareció para decirle al Frente Amplio que, por más que lo disfrazaran con palabras de buena crianza, sus imposturas tenían el tamaño de los agujeros en el pavimento de la Alameda y que eran idénticos a esos viejos políticos que decían odiar con todas sus fuerzas.

Eso era algo que era posible intuir, pero que no estaba claro hasta ahora. Mayol lo sacó afuera como si se tratase del vómito de un cuerpo que se somete a un exorcismo. Como tenía que ser, todo se fue al diablo casi de inmediato: la maquinaria para bajarlo fue tan implacable como sinuosa. Basta leer la declaración de Giorgio Jackson para comprender sus contornos: una misiva larguísima, llena del tono de un cura buena onda, didáctica a más no poder, explicativa para que no quede duda alguna al modo del sermón de alguien que no quiere ser sorprendido dando un sermón.

Hay más (las declaraciones cruzadas, la conferencia de prensa de Mayol, las apariciones de Jackson tratando de parar el sangrado, la comedia de las redes sociales), pero queda en el aire la precariedad moral con la que la izquierda chilena enfrenta su futuro. Esa precariedad era casi invisible pero ahora aparece como impresentable. Es imposible no percibir cómo esta burocracia política en ciernes está animada por una moral inquisitorial de consejo de curso, una moral que normaliza antes de entender el sentido de su propia diversidad, que vuelve demandas legítimas y urgentes en consignas vacías (como se hizo con el tema del género), que se refocila con el cálculo electoral como un extraño y perturbador fetiche millennial. Mayol sirvió para revelar todo lo anterior. En el medio, se quemó en el camino y lo reventaron. Por ahora, en la Democracia Cristiana y la Nueva Mayoría pueden descansar tranquilos; Revolución Democrática y el Frente Amplio han ofrecido una prueba de madurez que los gradúa dentro de la política chilena, pues han demostrado que pueden montar su propio culebrón solitos, sin la ayuda de padre alguno.

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