Por Vicente Undurraga // Editor literario // Foto: GettyImages Agosto 4, 2017

El otro día, revisando los diarios me topé once veces con el concepto empoderar. Por ejemplo, “El empoderado retorno de Ximena Rincón”. A propósito, cómo olvidar la célebre hipótesis que Erick Pohlhammer formuló hace una década: “Chile va a volar con alas propias cuando desaparezca la Democracia Cristiana”.

El empoderamiento ha vuelto insostenibles cuestiones históricas y sociales degradantes. Ante condiciones de violencia o injusticia ancestrales, las mujeres se han empoderado, poniéndoles fin o coto. Otro tanto han hecho los usuarios respecto a años de abusos por parte de empresas de servicios que operaban con más impunidad que la policía chavista. Se vio claro en el último apagón, donde Enel hizo agua y reaccionó lenta y displicentemente, pero la ciudadanía, más que la autoridad, dijo basta, se organizó, se querelló y ganó aliados hasta en la derecha, destacando la performance de Lavín, que mandó a hoteles caros a cuenta de la compañía eléctrica a quienes no podían, por edad o salud, vivir sin luz.

Pero es verdad que, últimamente, la palabra empoderar, fea como oreja de viejo, sale hasta en la sopa; como si todo el mundo estuviera empoderado o en vías de empoderamiento, cual príncipe Adam invocando el poder de Grayskull para ser He-Man: los niños, las mujeres, los hombres, la clase baja, las clases media y media-alta, los animalistas, los vendedores ambulantes, los nacionalistas, los ñoños (hace poco presenciamos la venganza de los nerds arriba de un bus naranja). Incluso los apoderados, que fiscalizan hasta el horario de los recreos. “Sapoderados”, les dicen. Pareciera que los menos empoderados son los poderosos —que hoy son agredidos en cualquier parte, como Luksic o Girardi—, pero es sólo un espejismo, claro.

"Últimamente, la palabra empoderar, fea como oreja de viejo, sale hasta en la sopa; como si todo el mundo estuviera empoderado o en vías de empoderamiento”.

¿Es siempre bueno el empoderamiento? ¿Puede todo el mundo estar empoderado? ¿Qué hacer con las contraarremetidas? ¿Es inevitable que tras el empoderamiento de los homosexuales venga el de los homofóbicos? ¿Qué pasa si los pinochetistas se empoderan? ¿No redundará tanto empoderamiento en una abundancia de falso poder? Parafraseando a Parra, el destino de tanto empoderamiento bien podría ser una “Libertad absoluta de movimiento / claro que sin salirse de la jaula”. Por otra parte, ¿no redundará también en una sociedad más hostil, agresiva y desde ya sin humor? Hace poco entré a un café lleno de identidad y la mesera me retó a viva voz porque pedí un café cortado. “No tenemos cortado. Macchiato, frappuccino, cinnamon late sí, ¿qué quiere?”. “Un café con leche”, respondí. Y aunque suene inverosímil, me dijo: “Por favor. Ofende nuestra propuesta. Si quiere se va”. Más claro se ve en las calles. Al antiguo poderío de los automovilistas y micreros se vino a oponer el furioso empoderamiento de los ciclistas, que terminó desquiciando a los peatones, quienes a su vez se empoderaron y ahora las calles son escenario de batallas campales con bocinazos, encerronas e intercambios de opinión que no terminan bien: “Anda a lavarte...”, le sugería el otro día un emprendedor en 4x4 a un peatón de la tercera edad en pleno centro. Y qué decir de las funas, esos empoderamientos odiosos y peligrosos. Hay gente que trabaja de indignada. Y tiene éxito.

Con todo, muchos empoderamientos son muy saludables en este país abusador y castrador. Cómo no celebrar, por ejemplo, el de los vecinos de Tiltil cuya paciencia se colmó ante el cerco tóxico que Santiago le ha tendido entre basurales, relaves mineros y el penal Punta Peuco.

A medida que cada uno se va empoderando para participar y resolver aquello que le concierne, toma distancia del poder, del gran poder. El empoderamiento es la proliferación del pequeño poder, del poder local, del micropoder, como dicen los que saben más. En la generación de los nacidos en los años 80, me parece ver una relación más distante —grosso modo, por supuesto, pues en todas partes se cuecen habas— con el poder. Entre los menores de 40 es común emigrar de la capital, preferir el tiempo a la plata, no ambicionar a toda costa el éxito, la fama ni el poder, el poder, el poder. El modelo ético, digamos, lo encarna ejemplarmente Enrique Lihn, que escribió en su poema más célebre: “Ni la pobreza me pareció atroz / Ni el poder una cosa deseable”.

Hay, eso sí, algo en la chilenidad que para bien y para mal está cambiando con todo esto. El empoderamiento en Argentina no es tema porque nunca se han achicado. Pero Chile era el país de los diminutivos, los eufemismos, el apocamiento y la resignación. Y sin decir agua va pasamos al empoderamiento. Y el país que tragaba saliva y musitaba ahora habla de corrido y gritonea. Nos empoderamos en el mapa mundial (creemos) y la Rolls-Royce sólo tiene sucursales latinoamericanas en Ciudad de México, Río y Santiago. Somos poderosos y estamos empoderados. Y, por si fuera poco, somos resilientes. Jaguares, en una palabra. O más bien gatos de campo con mucha hambre.

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