Por Álvaro Bisama // Escritor Agosto 11, 2017

Para algunos, lo que sucede por estos días el domingo por la noche en la tele nos resulta algo fascinante: sólo pasan 40 minutos entre el fin de Juego de tronos y el comienzo de Tolerancia Cero. Antes era menos tiempo (los programas iban a la misma hora) pero está ahí la tentación de verlos como un solo programa, además de la ilusión más o menos obvia de pensar la política chilena como un escenario parecido al Westeros de la serie, tratando de identificar qué políticos chilenos podrían estar en el relato fascinante y sanguinolento que HBO emite cada semana.

Lo anterior es una asociación casi automática, una especie de competencia de trivia tan fácil y frustrante. Por mi lado, a veces supongo que en la intimidad algunos políticos chilenos hacen cosplay privados y representan para sí mismos escenas de House of Cards y Game of Thrones. En esa ficción, la insondable profundidad de los espejos de sus habitaciones permite que los políticos chilenos sean partícipes de un drama (el del mundo de las series de TV) donde lo que hacen tiene algo de peso o de sentido mientras se visten de héroes o magos o dragones o esclavos o presidentes o primeras damas de Estados Unidos. Pienso en eso los domingos, cuando paso del cable a Chilevisión y me quedo asombrado de cómo los dos programas pueden ser leídos como ficciones de poder que establecen vasos comunicantes, que se continúan al modo de estaciones de una misma ilusión, como si el poder fuese una fantasía televisiva en vez de algo real.

A nadie le interesa mucho lo que dice (Gutenberg Martínez) cuando, desde hace más de una década, Michelle Bachelet reventó toda opción presidencial de Soledad Alvear, su esposa”.

El domingo pasado aquello me vino a la cabeza cuando vi a Gutenberg Martínez en Tolerancia Cero. Martínez fue descrito como una suerte de poder detrás de la Democracia Cristiana, al que se le podría aplicar ese viejo rótulo concertacionista de “fáctico”. Todo fue predecible en la entrevista, sobre todo a partir de las preguntas sobre el lugar de la DC en el mundo político, Venezuela y el debate bizarro sobre el “estándar ético” del partido, esa idea que Carolina Goic sacó debajo de la manga al modo de una épica terminal y cuyo sentido es bastante más pedestre: tomar el control de una nómina parlamentaria de un partido donde no sólo corre la candidatura de Ricardo Rincón (a estas alturas tan inexplicable como la existencia de los reptilianos) sino, por ejemplo, la de Marcela Labraña, absolutamente enlodada gracias a su actuación como directora del Sename al decir que Lisette Villa se había muerto “de pena”.

Martínez estaba ahí, en el set, para dar cuenta de todo eso mientras lo presentaban como una suerte de padrino y maestro de la conspiración. Él contestaba todo con desprecio y cara de asco, como si por un rato le hiciese el favor a la ciudadanía en salir de las sombras para enfrentar una luz molesta. Actor de un presunto drama de reyes (que era más bien un sketch de Morandé con Compañía) del que los panelistas ni siquiera se dieron por enterados, le pasó lo que le sucede a buena parte de los invitados al programa. Se convirtió en otro fantasma mendicante que venía, en el prime del domingo, a estrujar las últimas migajas de poder como si el programa fuese una pieza llena de trofeos que visitar antes de resignarse al olvido.

Es el efecto del programa casi siempre, aunque trate de renovarse: quien va ahí corre el riesgo de parecer obsoleto. Con Martínez pasó lo mismo pues, salvo a la DC, a nadie le interesa mucho lo que diga desde hace más de una década, cuando en el gobierno de Lagos, Michelle Bachelet reventó toda opción presidencial de su esposa, Soledad Alvear, y con eso sacudió cualquier opción del mundo político que la pareja representaba. Ese fue el momento en que salieron de escena para siempre, cuando tuvieron que hacer de tripas corazón y aceptar ministerios, sonreír en la foto, sumergirse en las sombras para contemplar cómo Bachelet se convertía en un símbolo más poderoso de lo que ellos habían sido jamás, cómo era capaz de concentrar sobre sí misma el peso de la memoria para dejarlos viviendo a perpetuidad en una segunda línea, mirando desde fuera cómo todo para lo que se habían preparado (el poder, el país, un lugar en la Historia) iba a manos de otros.

Y de ahí no hay vuelta. Por más que la visita de Martínez a Tolerancia Cero pudiese ser leída como una suerte de homenaje crepuscular a un patricio del partido, también parece un efecto colateral de la comedia boba que la DC representa ahora mismo que está suscribiendo un pacto con dos partidos prochavistas, proponiendo candidaturas impresentables y recibiendo la negativa de figuras históricas para ir en la lista parlamentaria. Lo que quedaba en el aire era la distancia entre los hechos y la percepción de los mismos, algo que antes que Juego de Tronos me recordó un poema que Armando Uribe publicó en 1999 a modo de diatriba, pero que puede leerse casi como una profecía : “a los que se declaran católicos cristianos / se hacen capillas en sus casas, a ustedes los muy vanos / que tienen experiencias místicas pero públicas, / nosotros les decimos, los pobres que retrucan / en el silencio: espérense no más algunos años y verán, verán”.

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