Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa // Foto : GettyImages Julio 21, 2017

En las tinieblas del apagón cultural, la TV chilena se obsesionó con la imagen brillante y saturada de las estrellas de fama mundial. En los años 80, Barry White y Grace Jones pasaron por Vamos a ver, el programa de Raúl Matas, y sobre el escenario del Festival de Viña aparecieron, entre muchos otros, The Police y KC and the Sunshine Band. Toda la plata que no se fue a la cultura se fue a la televisión, pero a veces el bolsillo no dio para tanto. En 1980, cuando el presupuesto de Viña se había gastado en Neil Sedaka, Gloria Gaynor y Umberto Tozzi, los organizadores del evento buscaron un invitado que por un módico precio le diera un aire taquillero al jurado. ¿Un actor de Hollywood? Por qué no. ¿John Travolta? Muy caro. ¿Su hermano, quizás?

Joey Travolta, que había lanzado el disco I Don’t Wanna Go, puesto 150 del ranking Billboard de 1978, cantó en Viña tres canciones con playback y luego desapareció de la faz de la Tierra. Tulio Triviño, el conductor de 31 minutos, no lo olvidó: cuando hizo su Festival de Triviña, en 2013, invitó al jurado a un “pariente muy lejano de la Rana René”, una alusión directa —homenaje, quizás— al invitado más freak del festival. Tiempo después pasaron por Chile otros familiares de: Jermaine Jackson, hermano de Michael, fue al estelar de TVN La gran apuesta, y LaToya Jackson bailó y cantó en Siempre lunes y Venga conmigo.    

Ser hermano, hijo o pariente de un famoso puede ser una maldición, como en el caso de los Hemingway o los Kennedy, pero también es un comodín, como le ocurre a la mayoría de los que crecen con una fama que luego heredan por osmosis. En el mundo del showbiz hay cientos de ejemplos (seamos honestos: ni Julian Lennon ni Enrique Iglesias hubieran pasado la primera vuelta en un programa de talentos), pero en política el asunto es bastante más serio: usar ese comodín se llama nepotismo y su práctica es casi tan condenable a nivel moral como el incesto.

"Ser hermano, hijo o pariente de un famoso puede ser una maldición, pero también es un comodín”.

Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, escribió que las acciones viciosas no son dañinas porque están prohibidas, sino que están prohibidas porque son dañinas. Napoleón lo aprendió a porrazos, cuando no halló nada mejor que instalar a su inepto hermano José “Pepe Botella” en el trono de España, un arrebato de amor fraternal que le costó el reino. La historia política enseña que permutar ética por lealtad familiar no es la mejor idea, pero la sed de los poderosos por la sangre de su sangre es insaciable. Pensemos en los clanes Roosevelt, Kennedy, Clinton o el mismísimo Trump.

Con el arribo del magnate a la Casa Blanca, el nepotismo se convirtió en una política de Estado. Ivanka, su hija mayor, pasó a ser su asistente, y su cuñado, Jared Kushner, fue designado alto consejero presidencial. Ninguno había tenido jamás una carrera política ni un cargo público: Trump instaló a su familia en el gobierno como si el despacho oval fuera una monarquía medieval o una pata más de su imperio inmobiliario. “Si no fuera mi hija, su vida sería mucho más fácil”, dijo el presidente sobre su primogénita, la misma que en 2009 publicó La carta Trump: jugando para ganar en el empleo y en la vida.

La porfía de Trump de mezclar familia, negocios y política le está pasando la cuenta. Kushner y Donald Trump Jr. son hoy los eslabones más débiles de la trama rusa, la supuesta jugada de Putin para dañar a Hillary Clinton—, pero la adicción al incesto político es universal. En Francia, país donde estaba Trump cuando estalló el último episodio del Russiagate, se estima que hay 102 empleos familiares remunerados en la Asamblea Nacional. Mitterrand puso a su hijo como consejero de Estado, Sarkozy quiso hacer algo similar con su retoño cuando aún era estudiante, y el candidato François Fillon perdió las últimas elecciones por crearle un empleo ficticio a su mujer.

Mientras en Estados Unidos Trump tiene a su yerno siendo investigado por el FBI y a uno de sus hijos llamado a comparecer ante el Senado, en el país de Emmanuel Macron aprendieron la lección y hoy se discuten dos proyectos de ley en vistas a moralizar la vida política y prohibir, entre otras cosas, la contratación de parientes. Hastiados de la sinvergüenzura, los franceses no perdonaron más altruismos familiares y guillotinaron a todos los que cayeron en el vicio, incluyendo a un ministro de Macron, Richard Ferrand. En EE.UU., en tanto, gente como Eric Trump ni se ruboriza al decir que el nepotismo no sólo es un factor de la vida, sino también “es hermoso”.

Poco después de que John F. Kennedy nombrara fiscal general a su hermano Robert, el Congreso aprobó en 1967 una ley antinepotismo que hoy, frente a Trump, quedó chica. Hubiera pasado lo mismo con Hillary Clinton —alguna vez propuso un cargo para su marido, Bill—, y pasa también en Turquía, Rusia y Pakistán, donde “los hijos de” manejan el poder en las sombras. No hay amor más grande que el de los padres por sus hijos, pero como lo recuerda el psicoanálisis, la sociedad se funda en la exogamia: tal vez no estaría mal que Trump y otros políticos leyeran un poco más a Freud y Lacan.

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