Por Alejandro Zambra // Escritor // Foto: Mxcity.mx Julio 28, 2017

Desde hace seis meses vivimos en la Ciudad de México, muy cerca del bosque de Chapultepec. Me gustaría, más adelante, hablar de ese parque, del castillo, del lago, de las ardillas que trepan por los ahuehuetes y los fresnos, pero no está el clima como para salir a reportear: los chilangos llaman “verano” a estos días más bien fríos y nublados, a estas tardes de aguaceros inminentes.

Exagero, acá no hace frío. Y en Santiago sí que hace. Exagero porque a veces quiero estar allá. Cada mañana, con el café, pongo las noticias chilenas, que a lo largo del día repercuten, para bien y para mal, en mi cabeza. “Parece que en Chile no pasa nada”, me dice a veces mi esposa, sin embargo, que es mexicana y ha vivido casi siempre aquí. No lo dice en serio, pero tampoco totalmente en broma: comparar países es tan absurdo como inevitable, aunque las conclusiones sean siempre elementales, injustas o provisorias. Y tampoco es tan estimulante jugar a cuál país es menos malo.

"El sábado antepasado, el de la nevada, me hice a la idea de que estaba en Santiago y pasé todo el día en una oscuridad imaginaria, indignado con Enel”.

Nos conocimos, como se dice, en territorio neutral, por lo que tuvimos luego que decidir entre dos destinos, entre dos casas. Comparado con México, a primera y quizás también a segunda vista, Chile parece, en casi todos los aspectos, una taza de leche, un paraíso, o un adolescente que da –recién– sus primeros malos pasos. Nos decidimos, igual, por México, pero pensando en volver, en vivir en Chile algún día.

A veces comento, medio furioso, las noticias chilenas, y quedo completamente expuesto a que mi esposa  –llamarla así me suena un poco menos ridículo que decirle “mi mujer”– me responda, con razón, que en México todo anda mucho peor. Otras veces me guardo, me callo las noticias: casi sin proponérmelo, me comporto como el funcionario ideal de una oficina de turismo. Quiero que la idea de vivir en Santiago le guste, le siga gustando.

También hay días y hasta semanas en que estoy menos pendiente de Chile; me vuelvo, por así decirlo, más mexicano, y eso me gusta, porque México absorbe y confunde, pero también acoge y premia y mezcalea. Y son cada vez más frecuentes los momeNieve en Los Dominicosntos en que puedo ver, con claridad, cómo se entremezclan, en nosotros, los dos países. El sábado antepasado, el de la nevada, me hice a la idea de que estaba en Santiago y pasé todo el día en una oscuridad imaginaria, indignado con Enel. Le conté luego a mi esposa, quizás para demostrarle que en Santiago estaba todo pasando, que la ciudad había amanecido cubierta de nieve. Me dijo que aún se hablaba, en su familia, de una nevada en el DF de hace décadas, pero que ella no podía siquiera imaginarse la ciudad, su ciudad, nevada.

Me distraje con la idea del bosque de Chapultepec completamente blanco: me imaginé caminando por ahí, resbalando, entumido, con malos zapatos. Soñé con eso; soñé que mi esposa estaba embarazada, como de hecho está en la realidad, y que yo la buscaba por Chapultepec cubierto de nieve, y que caminaba con cuidado pero también sentía que podía, por ejemplo, patinar. Y creo que patinaba, para acelerar la búsqueda, con relativa destreza, en los últimos instantes, en los últimos metros del sueño.

El jueves tocaba el ultrasonido de las 21 semanas. Llegamos temprano, tratamos de ver en la tele un matinal tristísimo. Le había dicho, esa mañana, que escribiría una columna, esta columna. Sobre qué, me pregunta, en la sala de espera. Quiero escribir sobre el aborto, pero no quiero decírselo ahí; me avergüenza, de pronto, la sola mención de la palabra. Es una mezcla de superstición y pudor.

Se lo digo, claro. Le explico la discusión en el contexto chileno; le cuento, con vergüenza, que la ley sólo considera tres causales y cuáles son. No es ésta una de las noticias que he callado, pero sí preferí no hablarle demasiado al respecto. En la Ciudad de México el aborto es, por supuesto, como debe ser: libre, seguro y gratuito.

Me da ideas para la columna. Recordamos “Colinas como elefantes blancos”, el famoso cuento de Hemingway. Recordamos un ensayo terrible y hermoso de Natalia Ginzburg a favor del aborto. Seguimos esperando, ahora, en silencio. Nos hacen pasar: vemos, en el monitor, las imágenes que deseábamos, que esperábamos. Está todo bien. Estamos felices. Hacemos malas bromas.

‘Nunca antes estuve tan de acuerdo con el aborto como durante los cinco meses que llevo embarazada’, dice ella. La frase suena dura, pero no lo es”.

De vuelta a casa, ella me dice exactamente esto: “Nunca antes estuve tan de acuerdo con el aborto como durante los cinco meses que llevo embarazada”. La frase suena dura, pero no lo es. Y tampoco es un chiste, desde luego: cinco meses de un embarazo planeado, tranquilo y feliz, le han permitido una comprensión cabal de lo que hubiera sido un embarazo no planificado, riesgoso e infeliz. Prepararse para recibir un hijo, buscarlo, aceptarlo, quererlo en su cuerpo, le ha permitido imaginar lo doloroso que sería tener que resignarse, por culpa de una prohibición estúpida, a recibir a un hijo no deseado.

Por la noche me quedo frente al computador mirando videos del debate legislativo, reproduciendo audios, releyendo artículos. Ella se sienta a mi lado. Me pide que repita algunos videos. Hay cosas, hay frases, hay expresiones que no puede creer. Hay apellidos que yo quisiera no pronunciar nunca más. Está conmovida, paralizada. Está triste. No me lo dice, pero sé que, por primera vez, Chile le parece un lugar extraño o espantoso o incomprensible. Qué suerte que estamos en México, me dice luego, por la noche, antes de dormir, con el último hilo de voz. No le pregunto por qué.

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