Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa // Fotos : Latinstock Julio 28, 2017

En las películas de Hollywood sobre el Imperio romano había algo más que un gusto por ensabanar los torsos viriles de Marlon Brando o Richard Burton. Si en los años 50 y 60 abundaron los Julio César y las Cleopatras en la pantalla grande, fue porque lo que escondía tanta corona de laureles y melena con chasquilla era ideología pura: Julio César, Quo Vadis o Ben-Hur eran una forma de glorificar el poder del imperio estadounidense. Pero no faltó la película desobediente: Espartaco, de Stanley Kubrick, oda a la lucha de clases y a la rebelión de los oprimidos, fue una de las pocas cintas en las que un galán como Kirk Douglas, también con sus pectorales brillantes y desnudos, empuñó la espada del antiimperialismo.

Tenerle tirria al concepto de imperio se convirtió en un requisito básico del discurso progresista, pero la leyenda negra de la imperiofobia —como la llama la historiadora española María Elvira Roca Barea— es tan antigua como Roma, la más vieja de las potencias mundiales. Hasta 1914, cuando aún existían el Imperio británico, el austrohúngaro o el otomano, no faltaban los políticos orgullosos de hacerse llamar imperialistas, pero a lo largo del siglo XX el epíteto se fue descascarando junto con el colonialismo y se volvió tan peyorativo como la palabra marxista en boca de un derechista chileno. El concepto apareció en la prensa en la década de 1890, pero fue Lenin el que lo cargó de ideología y le dio el golpe de gracia en su libro El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916).

"El epíteto (imperialismo) se fue descascarando, junto con el colonialismo, y se volvió tan peyorativo como la palabra marxista en boca de un derechista chileno”.

Bajo la pluma del líder bolchevique, el término comenzó a leerse como sinónimo de la opresión y el saqueo perpetrados por el poderío capitalista; como la expansión territorial y la explotación económica de estados débiles en favor del capital financiero representado, en su versión más gráfica y caricaturesca, por políticos que en el salón de un palacio prendían sus puros y decidían sin misericordia la suerte del planeta. Tiempo después vinieron las guerras mundiales, los viejos imperios se derrumbaron, Estados Unidos y la URSS se alzaron como los centros de poder mundial y con la globalización y el fin de la Guerra Fría, el gigante americano se convirtió en la primera y única potencia planetaria. De paso, el concepto de imperio desapareció del léxico político: ¿qué líder mundial se atrevería hoy a explicitar su sed imperialista o sus dotes de emperador?

El antiamericanismo es la principal imperiofobia viva, escribe Roca Barea en el libro Imperiofobia y leyenda negra (Ediciones Siruela), pero en tiempos en que ninguna potencia mundial defiende de manera explícita sus afanes expansionistas, hay que aprender a leer los símbolos. Vladimir Putin, por ejemplo, que pasará a la historia, entre otras cosas, por la anexión de Crimea y por los intentos de recuperar Ucrania, ha denunciado el supuesto espíritu imperialista de la Unión Europea y de Estados Unidos, al mismo tiempo que enaltece la figura absolutista de los zares, y en particular la del Iván el Terrible, conquistador insaciable y artífice de la vieja gloria imperial rusa. Todo esto, claro, sin considerar sus fotos con el pecho descubierto, que recuerdan al gladiador de una película de época que acaba de derrotar a los leones.

Al día siguiente de ganar el referéndum que le entregaba poderes casi de emperador, el turco Recep Tayyip Erdogan, presidente del país sucesor del Imperio otomano, fue a visitar la tumba del sultán Mehmed II, el más fuerte de los antiguos conquistadores. En Estados Unidos, en tanto, Donald Trump prometió hacer grande a su país de nuevo, como si añorase el esplendor del imperio americano de antaño. Es un fenómeno extraño: al ensalzar la vieja gloria de los imperios, la derecha radical se ha encargado de instaurar una suerte de imperiofilia —transfigurando el término de Roca Barea—, pero la ha vaciado de lo que definía a esas megaestructuras políticas: su carácter multirreligioso, multicultural y multiétnico.

Esta misma paradoja es evidente en la retórica del brexit en Reino Unido o en los discursos de la ultraderecha que se oyen en las ex potencias imperiales como Alemania, Austria, Hungría o Francia, donde los partidos reaccionarios prometen grandeza a través de políticas que fomentan el cierre de fronteras, la islamofobia y el rechazo a los extranjeros. Dicho de otra forma: esta suerte de imperiofilia imperiofóbica elimina todo rasgo multinacional y lo sustituye con el nacionalismo, la ideología que desmembró a las grandes potencias colonizadoras durante el siglo XX. Visto con distancia, todo el trabalenguas de los imperios suena muy parecido a un spin-off de Star Wars tipo Rogue One: mucha confusión vestida de épica imperial.

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