Por Álvaro Bisama // Escritor Julio 14, 2017

El lunes pasado, el ministro de Justicia, Jaime Campos, dio una entrevista a CNN a raíz del escándalo del Servicio Nacional de Menores. Escuchar las explicaciones de Campos fue vergonzoso y más bien triste. Era la guinda de una torta podrida, asquerosa hasta en sus detalles más nimios. Fue imposible no preguntarse por qué el ministro fue escogido para el cargo dada su absoluta falta de comprensión respecto a casi todo lo que debía concernirle en este caso: lo que puede llegar a significar la revelación del número de niños muertos dentro de un servicio público, la grosera movida política de La Moneda para blindar a Javiera Blanco, y las revelaciones que el día anterior había hecho el diputado René Saffirio sobre la relación entre ciertas familias políticas y las organizaciones que reciben subvenciones del Estado para prestarle servicios al Sename.

Esa noche, después de escuchar a Campos, terminé de releer El río de Alfredo Gómez Morel (1917-1984). Había vuelto a ese libro el fin de semana, tratando de buscar ahí ciertas pistas. Había bajado una versión en PDF de la Biblioteca del Congreso Nacional y, como siempre, retornar a la prosa eléctrica y desesperada de Gómez Morel fue como volver a mirar una habitación donde se ha cometido un crimen. Había perdido mi copia en papel hace años: una edición sin tapa que le había comprado en el Persa Biobío a un vendedor de libros pirata y escolares que la tenía ahí desde hace años. Aquello decretaba el estado del volumen dentro de nuestra tradición, que es el de un clásico tan secreto como incómodo.

"El río no sólo narra la vida de Gómez Morel y su educación en la vida delictual. También es una de las descripciones más feroces del funcionamiento de nuestras instituciones”.

No creo exagerar pero, publicado por primera vez en 1962, El río es uno de los libros más importantes de la literatura chilena porque en él no sólo se narra la vida de Gómez Morel y su educación en el mundo delictual, sino porque es también una de las descripciones más feroces sobre el funcionamiento de nuestras instituciones. El horror (contado en primera persona) es tan nítido que es imposible no preguntarse si no se trata de una pesadilla, si los recuerdos del narrador existen en un mundo paralelo donde todo ha sido destruido y arruinado.

Porque lo que vemos ahí no es sólo una novela de aprendizaje sobre los códigos del hampa. Lo interesante es cómo la escritura de Gómez Morel (que hace con esa autobiografía deforme una suerte de terapia extrema) excede sus propios límites mientras cuenta cómo huye de su casa para sumergirse en una colección de infiernos sucesivos. Ahí carece de nombre, es abandonado por su madre, abusado por sacerdotes que se lo disputan mientras aprende a robar, a mentir, a estafar; a perpetrar todas las formas posibles de daño sobre los otros. En la mitad de la novela, el ingreso del personaje a una caleta bajo el Mapocho es lo más parecido a un bautismo negro pues implica el aprendizaje de las reglas tácitas de una comunidad que se constituye desde la pobreza y el abuso, mientras avanza por calabozos, reformatorios, cárceles; padeciendo y ejerciendo la violencia, buscando su lugar.

No es un viaje agradable. Lo que hay en el libro es un Chile secreto, un mapa del país que no queremos ver, que es imposible de mirar porque en él lo único que hay es el horror. Ese horror proviene del abandono y de la pobreza, pero también se constituye como un país invisible, que existe en el reverso de los discursos de los políticos y de los expertos, un lugar que está en el patio trasero de las buenas conciencias y que repta como un animal enfermo sobre los cuerpos vulnerados y los sueños de modernidad de nuestras instituciones. Gómez Morel narra todo esto desde un punto de vista doble. Es una víctima, pero también un monstruo, y su fascinación se mezcla con el asco. Despojado hasta del nombre, encuentra ahí en el río un código de conducta que seguir, una familia a la que aferrarse mientras se hunde en un imperio de miseria. Es todo lo que tiene.

La ausencia de cualquier clase de moraleja permite volver sobre la novela como si se hubiese escrito ayer. Nada hay distinto en relación con los horrores y las revelaciones de lo que ha sucedido con los centros del Sename, ni con eso que los funcionarios y los políticos apenas son capaces de enunciar, exhibiendo cifras mientras se sacan el bulto con declaraciones de todo tipo o agitan las aguas para esquivar su porción en el reparto de la culpa. Porque la novela compone una historia oculta de nuestras instituciones por medio de un relato tan desconsolado como violento. El río prefigura nuestro presente y desde el pasado el retrato de nuestra precariedad a la chilena, de la violencia a la chilena, del abandono a la chilena. La literatura acá no nos salva ni nos eleva sino que nos deja a la intemperie, en medio del frío o del hambre. Nos devuelve a nosotros mismos, nos recuerda el país del que venimos, el país que somos, el país que seremos.

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