Por Álvaro Bisama // Escritor // Foto: AGENCIAUNO Julio 21, 2017

¿En qué momento la candidatura de Alejandro Guillier se volvió algo tan triste? Llevo pensando en eso varias semanas, quizás antes de las primarias. Guillier pareció hundirse ahí, pareció desaparecer, dejó de existir. No es que lo viéramos mucho antes tampoco. Hay en él una especie de condición escurridiza e inesperada; es como si uno tendiese a olvidarlo, a pensarlo como parte de un decorado gris, acaso un objeto al que el polvo le tapa los contornos y lo hace desaparecer.

No es que hubiera mucho antes tampoco. La historia de Guillier como candidato carece de épica porque fue decretada por las encuestas. Los partidos se aferraron a ellas e inventaron el candidato desde ahí. Guillier había salido en la televisión, había sido el hombre ancla de las noticias de Chilevisión, el rostro que leía las informaciones de las inundaciones y los portonazos diarios. Ahí lucía serio y quizás razonable al modo de un espejismo republicano. Entonces Guillier se volvió senador y candidato presidencial. Era el efecto Trump en una versión de baja intensidad: todos esos años sumados en la tele eran la mejor campaña posible. Eso hizo que fuese de menos a más. En un mundo sacudido por los escándalos de Penta y SQM, por el caso Caval, Guillier lucía sensato y algo incólume, cercano como sólo puede lucir la gente de la tele. No importaba que hubiese sido rostro de una isapre o que hubiese, de modo violento e injustificado, sacado a un juez del clóset. Guillier era Guillier. Carente de sorpresas, parecía que no había fantasmas debajo suyo. Era un rostro amigo, el candidato perfecto para los abuelitos, alguien tan inofensivo como creíble, del mismo modo que resulta creíble el comercial de tarjetas de crédito en un supermercado.

"La candidatura de Guillier es el efecto Trump en baja intensidad: todos esos años sumados en la tele eran la mejor campaña posible”.

Por un tiempo funcionó. Guillier subió en las encuestas, sacó a Lagos de la carrera, los partidos quemaron sus naves por él. Llegó hasta publicarse un libro donde, entrevistado por Raúl Sohr, indicó que se identificaba con Martín Rivas por su condición provinciana. Por supuesto, se notaba que no había leído la novela. O que la había leído o no la había entendido nada: Blest Gana contaba ahí un conato de revolución, pero también el modo en que el orden volvía a imponerse y el héroe simplemente se plegaba a él, olvidando a sus muertos y a sus fantasmas, incorporándose a una sociedad que había mirado de lejos y lo había despreciado. Creerse Martín Rivas decretaba la profundidad escolar de su mirada. Cuando el Frente Amplio consiguió que Beatriz Sánchez fuese de candidata, aquel esquema se quebró. Sánchez era lo mismo pero mucho mejor armado, un producto político perfecto para vendérselo a las minorías hipsters revolucionarias que recelaban de la Nueva Mayoría. Sánchez era mejor Guillier que Guillier. Al lado de ella, el candidato de la Nueva Mayoría era redundante, un animal lento que seguía en carrera sin que se supiera muy bien por qué.

Por supuesto, a estas alturas todo lo que pasa por su campaña se ha transformado en un chiste. Es un chiste aburrido, pero chiste al final. Es un aburrimiento interesante de contemplar. Los partidos no saben qué hacer y tiene un comando que antes que blindarlo parece que sale a tomar el té con él. Desde ningún lado es capaz de proyectar ideas o energías, no convence de modo alguno mientras existe en un tiempo paralelo donde no parece necesitar a nadie: ni a los adherentes, a los partidos o a él mismo. Guillier podría no participar en su campaña y daría lo mismo. Salvo su propia crisis, no ha puesto ningún tema en la agenda y cualquier cosa que diga hoy parece prescindible y predecible. Ahora mismo leo que este fin de semana van a hacer algo llamado “firmatón” por él, leo que Guillier rechaza a los partidos que quieren ordenarle la campaña, leo que su modelo de comando es “horizontal”. Girardi ya lo desahució, se lavó las manos. La vieja estética del autoflagelante volvió como una guillotina. Funciona, sirve para desentenderse, para salvarse moralmente del desastre. No tiene sentido insistir en él, Guillier ya no es un caballo ganador. Todos se deben estar arrepintiendo: los que traicionaron a Lagos en el PS; los comunistas que lo proclamaron en una muestra de realpolitik trasnochada; los que operaron en el PPD bajo cuerda.

Son los problemas de escoger un candidato sólo porque alguna vez salió en la TV. Son los problemas de subordinar las ideas a una imagen pública construida desde la credibilidad evanescente que puede dar la pantalla chica. Nadie pareció darse cuenta de eso en su momento y ahora las consecuencias están a la vista. Guillier parece ser un enigma indescifrable, un candidato hecho de inercia que se resiste al barro y a la chimuchina (y con eso se resiste a la vida), alguien que parece que está lejos de todo porque en realidad está lejos de todo. Ahí, lo único que queda es la tristeza. La tristeza de que le tengan que hacer una “firmatón”, la tristeza que provoca ver los movimientos de su comando que parece un animal que persigue su propia cola, la tristeza de una épica que es como una taza de té frío. Así, lo que alguna vez fue la Concertación terminó en Guillier, otro final más de la Transición ejecutado en sordina en una consigna que no alcanza a prender a nadie, otra ola de aire frío para este invierno.

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