Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa Junio 30, 2017

La comedia política es cosa seria. Es un remedio contra lo absurdo, irracional y peligroso de la existencia; es un mecanismo de defensa ante la sinrazón y el caos del mundo. “No hay nada, se ha dicho, que un humor inteligente no pueda resolver en carcajada”, se lee en la Antología del humor negro, de André Breton, y la política europea parece haber tomado esa premisa al pie de la letra. Partamos por Serbia: en las elecciones presidenciales de abril pasado —ganadas por el europeísta Aleksandar Vučić—, el candidato que desestabilizó el panorama político fue Luka Maksimović, un joven de 25 años al que las encuestas daban el segundo lugar. ¿Su profesión? Humorista.

El asunto empezó como un chiste: para denunciar a los corruptos que gobiernan el país, Maksimović inventó el personaje de un político llamado Ljubiša Preletačević “Beli” (“Blanco”, que en argot local significa “aristócrata”). Tuvo un éxito enorme en YouTube, todos se rieron, hasta que un día anunció: “No soy un chiste, tampoco soy serio. Soy las dos cosas: soy un chiste serio”, dijo, y se lanzó como candidato presidencial. Se convirtió en el favorito de los desencantados del sistema, y aunque no ganó —obtuvo el tercer lugar—, el mensaje era claro: si el 10% de un país está dispuesto a entregarle el poder a un candidato en chunga, es porque la política, a ojos de los ciudadanos, va muy mal.

"La caída del Movimiento 5 Estrellas probó varios clichés: primero, que el poder corrompe; segundo, que no se puede ser antiestablishment dentro del establishment.

Años antes, Beppe Grillo —algo así como el Coco Legrand italiano, más cargado a la sátira política— decidió sacarse la máscara de humorista para fundar un partido que hizo tambalear el ecosistema del poder en Italia. Era el bloguero más popular del país, y desde ese puesto, en 2007, movilizó a la gente para ser parte del Vaffanculo Day (en español más o menos correcto: el día del váyanse al carajo), una huelga ciudadana para cambiar la ley electoral. En 2009, Grillo fundó el Movimiento 5 Estrellas (M5S), definido como una asociación ciudadana —y no como un partido político—, que se instalaba en un terreno ideológico movedizo: se decían ecologistas, antieuropeos, prodemocracia directa, enemigos de la corrupción y contrarios al uso del euro en Italia.

Era populismo puro en el corazón de una Europa gangrenada por el euroescepticismo y apaleada por la crisis económica, y fue en ese contexto que la idea de un movimiento antiestablishment encandiló a los decepcionados: en 2016, el M5S se convirtió en la segunda fuerza política más votada de Italia, después del Partido Democrático del ex primer ministro Matteo Renzi. Ya nada era un chiste: 5 Estrellas debía probar la eficacia de su fórmula, y cuando dos de sus candidatas, Virginia Raggi y Chiara Appendino obtuvieron las alcaldías de Roma y Turín en las elecciones municipales de junio de 2016, era hora de demostrar que se podía gobernar sin caer en los vicios de la vieja política. “Honestidad, honestidad, honestidad” fue su lema.

Pero la historia dio un giro digno de Fellini: meses antes de esa victoria, en enero de 2016, Beppe Grillo anunció su retirada de la política, a la que definió como “una enfermedad mental”, para luego, en septiembre de ese año, volver a ella “a tiempo completo”. A los italianos no les importó mucho lo absurdo de ese show y llevaron al poder a 11 alcaldes, 36 senadores, 91 diputados, 17 parlamentarios europeos y 1.500 consejeros municipales y regionales del conglomerado grillista. Todo eso, con la promesa de reinventar la política: “No somos ni de izquierda ni de derecha, no tenemos ideología”, dijo Luigi Di Maio, número dos del Movimiento. Eso, sumado al triunfo de Raggi en Roma con un 70% de los votos, fue una zancadilla a los partidos tradicionales.

Se puede pasar de la protesta a las propuestas, se leyó en algunos medios europeos, que veían ecos de Trump y del UKIP inglés en el M5S. Muchos lo compararon también con otros movimientos ciudadanos, como el español Podemos o el griego Syriza —ambos de izquierda—, pero la ambigüedad ideológica de los seguidores de Grillo, además de su rechazo total a crear alianzas con los partidos del establishment, imposibilitaba la tarea. Un rasgo en común, eso sí, es haber nacido de la crisis de 2008 y de la indignación popular, pero hoy, a un año del ascenso meteórico del grillismo, esa misma rabia ciudadana lo está haciendo caer.

La victoria de Raggi fue vista como el primer gran salto del M5S en vistas a las futuras elecciones generales, pero la gestión desastrosa de la capital italiana, sumada a los escándalos de la alcaldesa (a poco de ser procesada por abuso de poder y falso testimonio), más otros casos de corrupción que enlodan al Movimiento, probaron varios clichés: primero, que el poder corrompe; segundo, que no se puede ser antiestablishment dentro del establishment. Raggi, cuya gestión es hoy rechazada en un 70%, dejará su cargo si es imputada, pero el pueblo italiano, desilusionado por los juegos sucios del M5S, ya aplicó la guillotina: en junio, el grillismo no pasó a segunda vuelta en ninguna de las ciudades donde hubo elecciones municipales.

Derrotado y moribundo, Grillo se volcó en los últimos días al discurso xenófobo para captar nuevos votos a costa de los inmigrantes. El humorista que prometió pelear contra los engendros de la vieja política, poco a poco se convierte en una caricatura del político populista tradicional. Como decía Nietzsche en Más allá del bien y del mal: “Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo”.

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