Por Álvaro Bisama // Escritor Junio 23, 2017

Hace unos años, cuando caminaba de noche con unos amigos en Providencia, nos topamos con el papamóvil. Estaba en Antonio Varas, en los jardines del Museo Histórico de Carabineros, al lado de otros vehículos que tenían también valor patrimonial. Se trataba de una imagen espectral pues el papamóvil estaba rodeado de una neblina densa, sólo iluminado por los destellos lechosos de algunos faroles. Verlo fue extraño, como sucede con las cosas que uno conoce por fotografías y luego descubre en su tamaño real. Recuerdo que nos quedamos unos minutos contemplándolo. Era extraño y ridículo a la vez, al modo de un juguete venido de otra dimensión o como uno de esos satélites que han caído a la Tierra y son exhibidos en la sala sin público de un museo espacial que no visita nadie, lleno de fragmentos de meteoritos y basuritas celestes de todo, todas piedras opacas que ya han perdido cualquier clase de misterio.

Doy por descontada, además, la carnicería que debe estar sucediendo ahora entre ciertos feligreses para estar cerca suyo, todos esas peticiones y favores cobrados”.

Me acordé de esa visión del papamóvil cuando supe que el Papa Francisco venía a Chile; pensé en ese auto imposible estacionado en un patio helado, acaso un artefacto inútil salido de una época oscura. También me pregunté por qué venía el Papa a Chile en enero, qué sentido tenía su visita ahora mismo más allá del espectáculo que eso va a suponer y la histeria colectiva que esa visita puede llegar a provocar.

No hay novedad ahí. La fe es lo de menos. Sabemos lo que va a pasar. Pasó con los Rolling Stones y va volver a pasar con el Papa: la fiebre, los infinitos reportajes buscando cada minucia que relacione a Jorge Bergoglio con Chile, todos esos testimonios de amigos y conocidos, de gente que lo vio de lejos y de cerca, con los que se comió un asado (cuando fue elegido por el cónclave, un jesuita chileno dijo que el Papa era muy bueno con la parrilla, sobre todo cocinando interiores) o miró un partido de fútbol con él, volviendo cualquier clase de contacto una predicción, una verdad secreta, lo que sea que pueda ser juzgado como una enseñanza de vida.

Doy por descontada, además, la carnicería que debe estar sucediendo ahora entre ciertos feligreses para estar cerca suyo, todas esas peticiones y esos favores cobrados que podrían usarse como material para una novelita tan claustrofóbica como cómica, un relato lleno de las vendettas secretas para conseguir una audiencia, un apretón de manos, un gesto, una mirada del Papa Francisco. Lo mismo que con los políticos, que van a correr para sacarse la foto con él, tal y como corren los jugadores de los equipos rivales cuando son derrotados en un partido con Messi, exhibiendo una sonrisa boba como la prueba de una fe que muchas veces va a lucir patética, tardía o impostada.

Por supuesto, es imposible no preguntarse con quién se va a juntar el Papa en Chile, aparte de las multitudes que van a ir a escucharlo en Iquique, Santiago y Temuco. O qué va a decir o cómo se van a comportar las instituciones con él. ¿Va a entrevistarse con las víctimas o los victimarios? ¿Va a juntarse con el obispo Barros de Osorno o va a recibir a las víctimas de abuso por parte de sacerdotes? ¿Va a defender el actuar que Ricardo Ezzati y Francisco Javier Errázuriz han tenido estos años y cuyo colmo llegó cuando las víctimas de Karadima recibieron un fallo judicial que, en términos sintéticos, señalaba que no se podía litigar contra el Arzobispado de Santiago porque este sencillamente no existía? ¿Va a decir algo realmente importante sobre el aborto, el matrimonio igualitario y los derechos de la minorías o va a entregar, como siempre, opiniones reaccionarias envueltas en palabras de buena crianza? ¿Va a juntarse con políticos? ¿Va a retrasar o enterrar el debate sobre el lugar que ocupan nuestras libertades individuales en la sociedad? ¿Va a ir a un programa de televisión a imitar un animal tal y como lo hizo el cardenal Medina cuando ladró en un late show de Julio César Rodríguez? ¿Va a conversar con Don Francisco? ¿Se va a comportar el gobierno a la altura, como el Estado laico que dice ser, un estado donde la voz de la Iglesia Católica es sólo una más, o vamos a tener a un gobierno lleno de calcetineros de la fe, donde la pertenencia al Opus Dei del ministro del Interior cobrará relevancia en los últimos días del gobierno de Bachelet?

No lo sabemos. Afortunadamente ya tenemos la mejor crónica sobre qué puede llegar a significar la visita del Papa: los poemas que le dedicó alguna vez Nicanor Parra. “Su Santidad debiera llorar a mares/ y mesarse los pelos que le quedan/ante las cámaras de televisión/ en vez de sonreír a diestra y siniestra/ como si en Chile no ocurriera nada”, anotó Parra en uno. “Acaban de elegirme Papa/soy el hombre más famoso del mundo”, escribió en otro. Sí, está ahí el humor de Parra, esa sorna suya que parece ligereza y en realidad es pura mala leche, pero que quizás, por ahora, nos sirva de antídoto a la visita de Francisco (¿se le ocurrirá ir a ver al autor de Poemas y antipoemas? ¿Habrá leído Bergoglio Sermón y prédica del Cristo del Elqui?). Por supuesto, el poeta de Las Cruces hablaba de otros papas y de otros tiempos, pero en su escritura estaban cifradas preguntas más que actuales sobre el sentido del poder, el culto a la personalidad y el modo en que los discursos de la fe sólo podían ser representados como una parodia, como envases de Coca-Cola vacíos.

Por ahora, yo sigo recordando esa fantasmagoría nocturna del viejo papamóvil en el aire frío de una noche llena de niebla. Me imagino a Bergoglio ahí, en ese auto, de pie como una estatua de cera, tieso, con la mano levantada para darle una bendición al mundo y sólo se me viene a la cabeza el título de uno de esos poemas de Parra, quizás como un apronte de lo que vendrá, como lo que deberíamos leer entre líneas a raíz de esta visita: “La sonrisa del Papa nos preocupa”. Eso.

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