Por Vicente Undurraga, Editor literario Junio 9, 2017

Los seres humanos sentimos miedo. Es un sentimiento no sólo inevitable en esta jauría de lobos que es la humanidad, sino necesario, esencial. Sin miedo no hay enfrentamiento, no hay cuidado, no hay resolución, no hay sexo, no hay cultura ni mercado, no hay pensamiento ni valentía; no hay, en suma, civilización. En el inicio, podría decirse, está el miedo. Algunos lo enfrentan mejor que otros. Hay quienes lo vencen y quienes sucumben, se matan, se empastillan por siempre o enloquecen, y también quienes viven en tensión con él y adoptan vidas más o menos anodinas con tal de sofocarlo o mantenerlo a raya.

Pero en Chile ha proliferado –imposible saber bien desde cuándo ni por qué– una subespecie que no siente miedo. Y no son los temerarios, pues la temeridad es justamente el arrojo frente al miedo que se experimenta. No. Esta nueva especie está conformada por aquellos que no sienten miedo, sino miedito. Y más encima lo declaran, masificando esa expresión horrible y tan mamona. Es verdad que los chilenos somos muy dados a los diminutivos y todo es un poquitito, un cafecito, una copita, un minutito, una cachita, pero eso no tiene nada de malo, es un rasgo nomás. La expresión “miedito”, en cambio, es mucho más que un diminutivo en boga o un eufemismo para referir terror. Es la inquietante señal de un neoconservadurismo, de una nueva tontera, de una refundada pusilanimidad. El miedo nace ante el peligro, en cambio el miedito surge –suave, suavecito– ante cualquier cosa, desde lo más nimio hasta, especialmente, lo más interesante y vivo: una idea novedosa, una propuesta indecente, un quiebre de rutina, la palabra asamblea, un cambio de pinta, una apuesta laboral, la elección de un bototo en vez de otro.

Los chilenos somos  dados a los diminutivos y todo es un poquitito, un cafecito, una copita, un minutito, una cachita, pero eso no tiene nada de malo, es un rasgo nomás. ‘Miedito’, en cambio, es mucho más que un diminutivo en boga”.

En Chile, como en todo el mundo, no faltan razones para tener miedo. Las balas de Ossandón, por ejemplo, o las tarjetas de crédito, Ezzati haciendo lobby o los portonazos. Y los terremotos, claro: no hay acostumbramiento que valga cuando el movimiento supera los 7 grados Richter. Esto lo ilustra inmejorablemente un video que tras cada temblor se viraliza. En él, se ve al profesor Salomón –esa parodia que, sumada a la reinvención de Iván Arenas como humorista coprolálico, desacreditó al Profesor Rossa para siempre– explicándole cariñosamente al pájaro Tutu Tutu que ante un terremoto “lo más importante es conservar la calma y la tranquilidad”, pero cuando acto seguido se empieza a mover la tierra, Salomón manifiesta: “¡Un terremoto conchetumaaadre!, ¡¡vamos a moriiiir!!, ¡¡¡córrete pájaro de mierda!!!”, y al intentar huir tropieza y se cae.

Eso es miedo: no siempre conduce a algo

–en este caso condujo al suelo–, pero al menos moviliza y es, además, comprensible. El miedito, en cambio, es una cuestión a priori: es el miedo al miedo. Cobardía en estado puro. En ese espacio mental surgen las gallinas a las que hasta les debe haber dado miedito que, en su momento, fueran a reemplazar a Antonio Vodanovic en el Festival de Viña.

“Qué miedito el Frente Amplio”, le dijo un ñoño a otro ñoño hace unos días en el Metro. Y el mismo conceptito se oye a menudo por ahí respecto a un eventual nuevo gobierno de Piñera. Alguien puede tener distancia o rechazo o incluso miedo por esos o cualquiera de los candidatos presidenciales, y por tanto puede criticar su propuesta, votar en contra o por último trolear de lo lindo, ¿pero miedito? ¿Qué se hace con el miedito?

Un venezolano o un estadounidense ante el presente de su país tiene miedo; un inglés o un francés ante la probabilidad del ataque de un lobo estepario del Estado Islámico siente terror, lo mismo un norcoreano ante su obeso dictador. En cambio, un chileno ante la próxima elección presidencial siente miedito. Hay que tener cuidado –que no miedito– con estos temerositos porque son nocivos. Activistas de la ignorancia, su meta es la medianía; su punto de fuga, la nada. Menos mal que no tienen candidato, ¿o sí?

La centroizquierda en dictadura juntó miedo y logró derrocarla, mientras que en democracia se fue pasando al miedito y no torció el rumbo pinochetero de la economía y la sociedad, incluso se concertó y terminó empujándolo. Los temerositos son la pasividad misma, pero operan por omisión y paralizan o eternizan todo, de ahí su nocividad. Hay un cuento magistral de Maupassant llamado “¿Él?” que muestra a un hombre que se casó no por amor ni conveniencia sino para sobrellevar una presencia terrorífica e inmaterial (“él”) que lo acecha desde siempre en su casa. Eso es miedo: algo que lleva a enfrentar, aunque sea de manera descabellada, las amenazas. Si lo hubiese protagonizado alguien que sólo sintiese miedito, ni siquiera se habría casado porque ante semejante paso hubiese sentido, de seguro, más miedito. Y no habría matrimonio ni cuento ni nada.

Ahora bien, hace poco una tuitera posteó: “El otro día soñé con Ena von Baer #miedito”; cómo negar que en ese hashtag hay un uso irrebatible, lúcido y sumamente respetable del diminutivo en cuestión.

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