Por Alberto Fuguet // Escritor Junio 2, 2017

Los que se creen dueños de un autor intentan cuidarlo, pero ¿acaso la mejor manera de querer realmente a un escritor no es que éste sea leído y su obra se potencie, viaje, provoque debate, se estudie, se comente y hasta se destroce? Todo esto se me vino a la cabeza al terminar de leer un libro híbrido, tan curioso como inclasificable, que es del todo fascinante y emociona y conmueve y estimula y dan ganas de copiar. La novelista mexicana Cristina Rivera Garza ha publicado un libro tan extraño como entrañable pues de ahí viene: de las entrañas. Había mucha neblina o humo o no sé qué (qué titulazo) es la obra de una fan, de una groupie, de una stalker que no es peligrosa sino entusiasta, que sólo desea sensualmente penetrar la obra de ese tótem que es Juan Rulfo y quedar impregnada de su aroma. Es un viaje al planeta Rulfo y al México real y a Oaxaca y a Comala y a sí misma. Este impresionante libro (impresiona, embriaga) es el tipo de libro que, mal promocionado, a mí al menos me darían ganas de huir. Parece un estudio académico. Parece. Pero no lo es. Rivera Garza decide no sólo re-leer a Juan Rulfo, ese mito azteca que sólo escribió dos delgado libros, sino ingresar a ellos y a su vida. No es una biografía de Rulfo sino la crónica de una obsesión, una bitácora de viaje, el registro de años de lecturas atentas. “Hay escritores que se sientan y hay escritores que se caminan; Rulfo era de los segundos. Todos leen, de preferencia vorazmente, pero no todos leen el mundo con el cuerpo”, escribe y, tal como el objeto de su devoción, sale a caminar por el México profundo.

"Hay escritores que se sientan y hay escritores que se caminan; Rulfo era de los segundos”.

Lo que provoca a Rivera Garza a lanzarse con tanto cariño y ganas a escribir es una famosa respuesta que Juan Rulfo le dio a un programa de la televisión española al intentar justificar su prosa, su mundo y su escuálida producción: “Es que yo trabajo”. Lo que ella decide es investigar esos trabajos. “Entre vivir la vida y contar la vida hay que ganarse la vida”. Porque un autor debe ganarse la vida para poder luego escribir libros que no siempre (casi nunca) generan dinero. ¿En qué se ganó la vida Rulfo si no se dedicó a cobrar becas del Estado mexicano ni se encerró detrás de las paredes de la academia? “¿Es posible concebir la producción de una obra y la producción de una vida sin que una esté supeditada a la otra?”, se pregunta la autora. Todo el libro es eso: duda, curiosidad, interrogantes. Y uno queda con serias ganas de leer a Rulfo, claro. Urgentemente. Entre otras cosas porque lo humaniza, lo aleja de su sitial de Dios, lo transforma en un tipo que camina, con piel. En México, al parecer, esto es muy mal visto. En un país donde a todos tratan de doctor y licenciado y maestro, donde el mande es el tic popular que deja claro que unos mandan y otros obedecen, el humanizar a un autor público y popular y de todos es algo que no se hace. Rulfo es un mito y mejor dejarlo así. Rulfo es un trofeo, una estatua que debe ser cuidada con celo. Molestó que escribiera, creo, frases como esta: “En lugar de convertirse en el literato oficial del régimen, continuó con un empleo que le permitía, entre otras cosas, mantener a su familia... En lugar de buscar posiciones en la burocracia cultural, ejerció su gusto por la conversación y el discurrir literario en un Centro Mexicano de Escritores financiado indirectamente por la CIA y el mundo semiprivado del café y el bar”.

El libro —publicado por Literatura Random House— fue recibido con esas polémicas y arrebatos que, desde afuera, parecen ideales para hacer ruido, pero al final son desgastantes y molestos, sobre todo para el autor. Su potente libro provocó la irritación y enojo de la Fundación Juan Rulfo, cuyo presidente torpemente calificó el libro de “difamatorio”. Porque insinuar algo que se aleje de una supuesta historia oficial es difamar. ¿No es hacerlo aun más complejo? Rivera Garza respondió con una brillante carta: “En Había mucha neblina o humo o no sé qué ofrecí —tal vez debería decir: me atreví a ofrecer— a mi Rulfo mío de mí: uno entre los muchos otros que ya existen y entre los otros tantos que seguirán existiendo si continuamos con su lectura. Mi Rulfo mío de mí que no intenta ni sustituir al tuyo ni eliminarlo, sino más bien multiplicarlo, expandirlo”.

¿Al final, de quién es una obra privada que intentó y logró ser de todos? Rulfo quiso captar Mexico y lo hizo; ¿no es por lo tanto de todos los mexicanos? ¿No es público? Sobre todo si ya lleva tanto tiempo muerto. En el libro se adelanta quizás la torpe y predecible reacción histérica: “Mi relación con Juan Rulfo es una de las más sagradas que existen sobre la tierra: soy una lectora suya”, sentencia. Al hacerlo suyo lo hace de todos, no de los viudos, viudas o de esas fundaciones que no entienden que la mejor manera de apoyar a un autor es que escriban de él.

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