Por Diego Zúñiga Junio 2, 2017

La primera obra de teatro que vi solo en mi vida fue Narciso, de Manuela Infante, el verano de 2006, en una sala que hoy ya no existe: un subterráneo donde entrábamos no más de 20 personas y que ahora es un café ubicado entre Miraflores y Santo Domingo. Tenía 18 años y llegué a esa sala —que no parecía un teatro, sino más bien un lugar clandestino, secreto— sólo porque había leído un par de líneas muy elogiosas sobre la obra. No sabía quién era Manuela Infante (1980), no sabía que hacía unos pocos años había generado una polémica muy grande con su obra Prat (2001), ni que por Juana —estrenada con su compañía Teatro de Chile en 2004— recibió muchísimos elogios, lo que implicó, finalmente, que su nombre —en ese entonces, Infante era una veinteañera— se situara en esa categoría incómoda de “promesa”. Eso era en ese momento Manuela Infante: la promesa del teatro chileno. Pero yo no sabía nada de eso, así que entré a ver Narciso —la historia de un adolescente, encerrado en un baño, que piensa en el suicidio— y el desconcierto fue absoluto: había un lenguaje que reconocía, una levedad entrañable, un relato cercano pero no por eso menos incómodo, un mundo que parecía estar muy lejos de cualquier idea preconcebida que un joven de 18 años podía tener acerca de lo que era una obra de teatro.

Han pasado más de 10 años y Manuela Infante, esa promesa del teatro chileno, es desde hace mucho una de las artistas más contundentes que han aparecido en este país. No sólo una directora y dramaturga que junto a su compañía Teatro de Chile
—disuelta hace unos meses— marcó la producción teatral de los últimos años —premios, reconocimientos, elogios, desconciertos—, sino, sobre todo, porque es alguien que en esta década no ha dejado de trabajar, estrechamente, con el mundo de las ideas, con el pensamiento, con aquel territorio que desde hace un buen tiempo parece importarle sólo a la filosofía. Cuesta pensar en otro artista chileno —cineastas, escritores, músicos, dramaturgos, artistas visuales— que hayan vinculado de manera tan estrecha el mundo de la creación con el de las ideas.

“Para mí,hacer teatro es una manera más sensible de hacer filosofía”, dijo hace poco en una entrevista, a propósito de Estado vegetal, su última obra que acaba de estrenar en el Centro Cultural NAVE, un monólogo en el que explora el mundo secreto de las plantas: sus complejidades, sus sentidos, la forma en que perciben el tiempo. Esa curiosidad por saber qué se esconde en el mundo vegetal surgió, en parte, tras las lecturas acerca del “realismo especulativo”, esa corriente filosófica que plantea que el mundo no gira necesariamente alrededor del hombre, sino que puede girar, por ejemplo, alrededor de las cosas. En Realismo (2016), su obra anterior, llevó aquel pensamiento al escenario y una de las mejores escenas era, justamente, una en la que sólo veíamos moverse a los objetos, convertidos en los protagonistas de aquel relato.

Ese vínculo estrecho entre creación y pensamiento le ha permitido a Infante desarrollar una obra tan incómoda como estimulante. Una exploración alejada de los grandes relatos generacionales, donde ha podido pensar en aquellas preguntas que probablemente nos interpelarán en el futuro. Preguntas esenciales, muchas de ellas, pero que quién sabe por qué las hemos olvidado.

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