Por Vicente Undurraga // Editor literario Junio 30, 2017

Es demoledora la carga simbólica de la Villa San Luis de Las Condes. Si algún doctor le dedica un paper, entre las palabras clave tendrá que poner “Allende”, “viviendas sociales”, “golpe”, “expropiación”, “Ejército”, “viviendas militares”, “inmobiliarias” y, clave entre las claves, “retroexcavadoras”.

Hace veinte años, Joaquín Lavín, entonces como hoy alcalde de Las Condes, dio inicio a la demolición del grueso de la villa montado en una retroexcavadora, dándole el vamos a Nueva Las Condes, la reinvención del sector como centro de desarrollo financiero. Lavín “hizo el ridículo cuando trató de demoler el primer edificio y el hormigón no cedió”, contó hace un tiempo en The Clinic Miguel Lawner, el arquitecto de la UP.

Los bloques sobrevivientes y las fastuosas torres de cristal que a su alrededor se han construido muestran a dos Chiles antagónicos que han convivido ahí por años como matrimonio mal avenido. El fin de semana pasado, cuatro días antes de que se discutiera si a esos bloques se los declaraba o no monumento nacional, en una avivada estilo “Jarita” las inmobiliarias metieron las retroexcavadoras y casi botan todo.

"Ni tiene sentido aferrarse a la nostalgia ni los bloques son de gran belleza, pero no es llegar y meterse la historia al bolsillo”.

Cuando asumió Allende, de la mano de Lawner, reorientó un plan de viviendas que Frei Montalva había pensado para la clase media en los terrenos de la antigua hacienda San Luis, convirtiéndolo en un megaproyecto habitacional para los pobladores de campamentos del sector oriente, integrando así clases sociales, como sucede en las grandes ciudades del mundo sin que nadie se espante. Después del golpe, Pinochet sacó a los pobladores en camiones para ponerlos en su lugar: la periferia. Unos pocos lograron quedarse, pero en los hechos los edificios pasaron de viviendas sociales a viviendas militares.

En los 90, con la “manhattización” del sector, los terrenos de la Villa San Luis comenzaron a hacerle agua la boca a los grupos de inversión. Y los militares vendieron a precio de oro lo que se habían agenciado mientras cundía el pánico. Negocio redondo por donde se lo mire. Así, torres de cristal que albergan a grandes corporaciones fueron remplazando a los “upelientos” bloques y los trabajadores dieron paso a los Chief Executive Officers, los almacenes familiares a las family offices y las asambleas vecinales a los workshops corporativos.

Pero esos vecinos tercos que ni la dictadura había podido sacar no sucumbieron a las inmobiliarias (tan tentadora llegó a ser la cosa que el 2013 una mujer asesinó a botellazos a la anciana a la que cuidaba al enterarse de que esta no la dejaría como heredera del departamento en que vivía). Sin embargo, el aislamiento creció y hace unos años los últimos propietarios aceptaron las ofertas que, con la caja chica del jugoso negocete, las inmobiliarias les hicieron. Pero quedó una vecina, sola, sólida, tozuda y brígida, como la protagonista de la premiada película brasileña Aquarius: Ana Jiménez, quien resistió un buen tiempo más como única habitante del viejo sueño allendista, hasta que la vejez y la soledad la obligaron a partir.

Y el fin de semana volvieron las máquinas. Pero esta vez Joaquín Lavín no se sentó en una retroexcavadora, sino en el piano: con su vista gorda se empezaron a demoler los últimos bloques. Gracias a la rápida reacción de los defensores de la villa, las retroexcavadoras debieron parar y un bloque —duro de matar— quedó de pie. “Lo que se podría hacer es un memorial, pero no parar la construcción”, declaró hace poco Lavín, famoso por traer playas, nieve artificial y gas pimienta a Santiago. “¿Qué es el valor simbólico comparado con el valor de uso?, ¿para qué preservar esos mamarrachos llenos de grafitis si en su lugar los amigotes pueden erigir enormes business towers? Que viva el cambio”, debe haber pensado Lavín.

Ni tiene sentido aferrarse a la nostalgia ni los bloques son de una belleza que merezca grandes sacrificios, pero tampoco es cosa de llegar y meterse la historia y la comunidad al bolsillo. Una buena posibilidad sería combinar arquitectónicamente lo nuevo con lo viejo: manteniendo uno o dos de esos bloques entre los rascacielos, podría hacerse un centro de restoranes y tiendas y un museo de la Villa. Pero no hay caso. Estos chilenos feos y adinerados en Puerto Madero habrían demolido todos los bodegones de ladrillo que los argentinos supieron reconvertir en hoteles, restoranes y edificios corporativos.

Es muy curioso que Lavín y esa gente sea la misma que casi sufrió un soponcio cuando, a título meramente metafórico, el diputado PPD Jaime Quintana, entonces vocero de la Nueva Mayoría (un conglomerado de centroizquierda que por esos años se intentó armar), dijo: “Vamos a poner aquí una retroexcavadora, porque hay que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal de la dictadura”.

Ahora podrían demoler la Escuela Militar. Ahí ubicada es un despropósito. Y, digámoslo, es más fea que rodilla de vieja.

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