Por Álvaro Bisama // Escritor Junio 30, 2017

La postulación de Paz Errázuriz al Premio Nacional de Arte y la reciente reedición que Hueders hizo de El infarto del alma (el libro en que es coautora junto con Diamela Eltit sobre los residentes de un hospital psiquiátrico de Putaeando en 1992) son quizás dos hechos que nos obligan a volver sobre su trabajo en este invierno extraño. Ese trabajo es demoledor y obligatorio y nos interpela de múltiples maneras porque es una de las investigaciones más feroces sobre las tensiones entre arte, ciudadanía e identidad durante las últimas décadas en Chile.

No digo nada nuevo con eso. Paz Errázuriz merece el Premio Nacional por múltiples razones, y entre ellas se encuentra el hecho de que se ha internado en las sombras de nuestra modernidad para emerger de ahí con una colección de rostros y cuerpos que desnudan lo que es invisible o quiere ser olvidado en ese paisaje, subrayando con eso la fragilidad del imaginario de nuestra política, de nuestro arte, de nuestra literatura. Están ahí el enano que sonríe a la cámara luego de sacarse la cabeza de la chanchita Piggy; los boxeadores sentados en actitud de espera, los bailarines de un tango que parece extenderse hasta un amanecer improbable; las familias de El Calvario que ven en blanco y negro; los asilados del manicomio que se miran entre sí, enfermos de un amor que los consume y que es su última posesión. Está ahí la Evelyn, vestida de fiesta en “La manzana de Adán”, una heroína engalanada con los oropeles de esa fiesta que es su única pertenencia: sentada sobre una cama, reflejada en un espejo que refiere su identidad quebrada, la imagen impide que pase al olvido, que la ola muerta de la historia la tape y la haga desaparecer, tal y como sucedió con una generación completa de homosexuales transgénero chilenos a fines de los ochenta y los noventa.

"Pienso en otros mapas secretos, en esa incomodidad que provoca la lectura de las décimas autobiográficas de Violeta Parra o el ‘Poema de Chile’ de la Mistral”.

Errázuriz detalla su fragilidad mientras exhibe la violencia que deben soportar poniendo en evidencia los lazos secretos de las comunidades que registra. Su trabajo es devastador pues se pregunta cómo se constituye la familia chilena y cómo funcionan los lazos que unen a sus miembros, ya sean deportistas, trabajadores sexuales, ancianos, enfermos psiquiátricos, indígenas o pobladores. Ese arte no es complaciente; obliga a quien se acerca a él a confrontarse a sí mismo y sus prejuicios al poner en duda cualquier tranquilidad o certeza: rostros y cuerpos que vuelven a ser peligrosos porque abandonan lo invisible para preguntarse por su lugar en esa comunidad que los ha condenado al olvido, mientras dan vueltas por salones de baile perdidos y provincias a la que la luz apenas llega.

Ahí radica su complejidad, que es la de un mapa secreto de Chile. Ahora mismo, en que las elecciones presidenciales han puesto sobre la mesa las preguntas sobre las señales de ruta que definen nuestra identidad, las fotografías de Paz Errázuriz se vuelven aún más relevantes. En ella está el país que los candidatos no alcanzan a ver, confiados en las satisfacción de sus promesas de campaña, la certeza que contienen sus palabras o en la felicidad con la que posan para la posteridad. Pero todo es frágil, todo es precario, todo es engañoso y así ha sido siempre, parece recordarnos Errázuriz, mientras construye con sus imágenes el país de los abandonados, de los locos, de quienes se aferran al deseo o la ilusión como sus últimas pertenencias, mirando a la cámara con la ilusión de sobrevivir a la propia extinción.

Pienso en otros mapas secretos, en esa incomodidad que provoca, por ejemplo, la lectura de las décimas autobiográficas de Violeta Parra o el “Poema de Chile” de Gabriela Mistral, donde una mujer fantasma baja por el mapa tratando de encontrarse en la geografía imaginaria de un país que recuerda de memoria. El trabajo fotográfico de Errázuriz está hecho de esos mismos materiales y dialoga con ellos en su nitidez intolerable, pues todos son el retrato de una intimidad a la que cuesta mirar. Es la precariedad de los cuentos que los chilenos se narran sobre sí mismos: la fotografía acá no es un arte forense, es la constatación de lo que está vivo, de una mirada que ilumina un mundo habitado por quienes han sido expulsados de la historia, desposeídos hasta de su propia narración.

De este modo, lo real se exhibe sin disimulo en la melancolía de lo explícito. Ahora mismo, miro una foto de Paz. Se llama “La momia y su hijo”. Es de 1987, de una serie llamada “Luchadores”. En ella aparecen un hombre y un niño disfrazados. El niño está sentado en una mesa llena de máscaras. Ambos, el padre y el hijo, miran a la cámara. El disfraz del padre está arrugado, parece una camisa de fuerza, y el rostro parece desencajado, fuera de lugar bajo la piel plástica de la máscara. Errázuriz exhibe así una foto de familia mientras se pregunta con ellos, con ese padre e hijo sin cara (su cara es la máscara) cuáles son los contornos de su belleza y cuáles son los lazos que los atan mientras posan antes o después de la batalla, ambos fantasmas y héroes secretos, ambos habitantes de ese país peligroso que constituye su obra, ese país que es un espejo de lo que no queremos mirar porque, justamente, nos da miedo encontrarnos capturados ahí, de cuerpo entero.

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