Por Álvaro Bisama, escritor @alvarobisama Junio 9, 2017

A veces, me pregunto con qué sueñan los candidatos y trato de imaginarme cómo son sus pesadillas. Es una especie de afición que, como dijo Borges en algún relato, me justifica en las tardes inútiles. Por supuesto se trata de ficciones pasajeras, apuntes, ideas sueltas, de nada que cuaje en algo más grande que un fragmento sin demasiado sentido. Quizás he leído demasiado a Neil Gaiman o a Clive Barker. Quizás me interese más Barker y quiera hacer con eso una pequeña fuga, un juego ante tanta estupidez diaria. No tengo claro por qué, pero me divierte al modo de un hobby que me ayuda a pasar el rato mientras miro programas políticos y me pregunto si tiene algún sentido lo que estoy viendo o escuchando.

Me imaginé también una pesadilla típica, un sueño de Ossandón donde estaba en una sala de clases vacía al frente de una hoja que contenía las preguntas de un examen”.

Me pasó el domingo con Tolerancia Cero. Empecé a imaginar las pesadillas de Manuel José Ossandón. Mientras hablaba, yo me preguntaba con qué soñaría, qué cosas le darían terror. Imaginé que avanzaba de noche en un camino del sur, cerca de Osorno o Temuco, al borde de un volcán muerto, que escuchaba al volcán, pero este no hablaba, susurraba. Lo hacía con un alfabeto que era un leve temblor de la tierra. Trataba de entender ese alfabeto, pero no podía. Sólo le quedaba caminar en la oscuridad, muerto de miedo, cantando alguna tonada campesina que aprendió en la infancia para darse ánimo, alguna canción sobre arrieros que deben sacrificar a sus animales, una canción sobre los ojos de caballos muertos. Cuando Ossandón caminaba, esos ojos se le aparecían como aves nocturnas que lo confundían, atacándolo con sus picos invisibles, obligándolo a caminar en círculos eternamente en un bosque de árboles idénticos, con el sonido del murmullo del volcán.

Me imaginé también una pesadilla típica, un sueño de Ossandón donde estaba en una sala de clases vacía al frente de una hoja que contenía las preguntas de un examen. La sala era gigante, los pupitres se extendían hasta el infinito. En la pizarra, que era antigua, estaban dibujados con tiza la bandera chilena y el logo de Renovación Nacional. Los dibujos no eran recientes, la pizarra se estaba descascarando de vieja, la tiza apenas era un trazo a punto de borrarse completamente. Ossandón miraba entonces el examen y se daba cuenta de que no entendía nada, de que no sabía nada. El tema era la historia de Chile. Miraba hacia atrás; la sala era un hangar o una vieja iglesia de adobe con paredes agrietadas por terremotos. Ossandón volvía entonces a leer el examen y se daba cuenta de que ahora era sobre economía. De nuevo no sabía nada. Llamaba a gritos al profesor mientras decía que lo habían engañado, que todo era culpa de Carlos Larraín. Pero nadie venía, hacía frío, un frío que se colaba por las grietas, que se hacían cada vez más grandes. Entonces, miraba de nuevo el examen y de nuevo había cambiado. El tema era literatura chilena y él se quedaba en blanco otra vez: a su cabeza no acudía nada que no fuera el pánico.

La tercera pesadilla que imaginé transcurría en el futuro y era un asado gigantesco donde Ossandón invitaba a todos sus amigos y partidarios a celebrar su triunfo en las primarias. El asado era en el Estadio Nacional, en la cancha. Las graderías del estadio estaban llenas de fantasmas, pero los fantasmas no se acercaban. Ossandón llevaba un delantal donde aparecía el rostro de Cecilia Bolocco. Había, además, al lado de las parrillas, un pequeño escenario donde estaba tocando el grupo Ariztía. Cantaban villancicos aunque no fuese Navidad. Ossandón se paseaba entre las mesas y todo el mundo lo felicitaba, le daba palmadas en la espalda, le pedían que tomara en brazos a unas guaguas, que tratara de curar a un hombre cojo. Estaba feliz. No era una pesadilla, sino un sueño donde él flotaba en el aire, donde nada lo tocaba porque el futuro de Chile se le abría resplandeciente como un sendero de gloria. Pero en un momento, todos los que estaban en las mesas comiendo el asado dejaban de moverse. Algunos se metían los dedos en la boca y se sacaban lo que fuese que estaban mascando y lo dejaban en los platos. Ossandón dejaba de sonreír. Entonces todos comenzaban a mirarlo. Eran centenares de asistentes y sacaban de abajo de la mesa una máscara con el rostro de Piñera y se la ponían en la cara. Cada una de las máscaras tenía dos agujeros redondos ahí donde estaban los ojos de Piñera. Nadie decía nada, aunque se escuchaba un ruido que salía de sus bocas como si fuese la respiración de un animal. Todos observaban a Ossandón, que llevaba una tabla de madera con unos chunchules cortados en pedazos. Ossandón miraba las máscaras y se daba cuenta de que no estaban hechas de papel sino de piel sintética, de un plástico que simulaba la textura de las arrugas del rostro de Piñera. Entonces, todos se ponían de pie y se quedaban detenidos.

Ossandón volvía a ver las máscaras y se daba cuenta de que, bajo los agujeros redondos, los ojos no eran ojos, de que bajo esa piel plástica no había otra piel, que bajo el rostro de Piñera sólo había nervios y huesos, carne sin sangre, la nada.

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