Por Álvaro Bisama // Escritor Junio 2, 2017

Dos micrófonos. Uno instalado en una oficina de Carozzi. Otro en la del presidente de la Sofofa. Una elección ahí, en el corazón del empresariado chileno. Una guerra de facciones (Larraín Matte versus Álvarez) casi secreta, escondida a plena vista de los ciudadanos. Una semana de demora en contar lo del espionaje. Una empresa fantasma que descubre los micrófonos. Una conspiración. Teorías sobre teorías. Ideas sueltas como balas locas.

¿No está mal, no? Con estos materiales podría escribirse un libro, armar una serie de televisión o montar una cinta bien setentera, una de esas películas filmadas en oficinas gigantescas, llenas de una luz falsa que simula el calor, pero que en realidad es heladísima, glacial en su distancia del resto del mundo. No creo exagerar: la historia del espionaje en la Sofofa es buenísima, en el sentido de que desnuda la fragilidad del poder económico chileno y la ofrece como metáfora de su funcionamiento, pero también de su precariedad, de sus rituales, de los modos con los que se relaciona con el mundo. Ahí, la historia de Profacis (la firma que descubrió los aparatos de espionaje en las oficinas de Hermann von Mühlenbrock y José Juan Llugany) es quizás una de las más interesantes, por lo menos literariamente hablando, quizás porque es la más opaca.

"La historia del espionaje en la Sofofa desnuda la fragilidad del poder económico chileno y la ofrece como metáfora de su funcionamiento, pero también de su precariedad, de sus rituales, de los modos con los que se relaciona con el mundo”.

Lo que sabemos de ella no es mucho: se trata de una empresa no registrada en ninguna parte que consiste en un solo hombre, un carabinero retirado que alguien llamó para revisar la oficina de Llugany y, luego, la de la Sofofa. El carabinero es de Valparaíso y alguna vez fue una especie de héroe, al tratar de salvar a una pareja que murió en un incendio. Eso salió en una revista de la institución, donde su ex mujer le dedicó un poema. Eso es todo. Un hombre con una vida que desaparece para volverse invisible, una compañía fantasma, otro misterio más.

Pero lo bueno de los misterios es que uno puede inventarse cosas, tratar de completarlos. ¿Qué hay detrás de Profacis? No sabemos. Por lo pronto, sigue la pauta chilena de estos casos, esa precariedad de matinal, un retorcimiento hecho en la medida de lo posible. De hecho, ahora que las teorías de conspiración campean en nuestra memoria cultural, podría escribirse una historia del espionaje en Chile.

Mal que mal, nuestros espías y detectives no son como el George Smiley de John Le Carré, que busca viejos libros de poesía inglesa para olvidarse de la mujer que lo engaña; o los psicópatas solitarios de James Ellroy, esos perros rabiosos que recorren las ciudades mascando sus heridas, tratando de alcanzar el satori por medio de la violencia. No, para nada. Acá tenemos el caso de la radio Kioto, tan extraño como imposible, que compuso una trama delirante donde un empresario (Ricardo Claro) participó en el set de un programa de su propio canal de televisión (Mega) para revelar al aire con un radiocasete portátil los audios que militares han pinchado sobre un político enemigo (Sebastián Piñera). O el caso de Lenin Guardia, un viejo asesor de seguridad de la izquierda, que comenzó a mandar sobres con polvo blanco en plena paranoia 9/11 para que lo contrataran a él mismo como experto en terrorismo.

Lo de Profacis va por ahí, quizás. Debe ser leído desde la pobreza de una comedia de enredos, desde la neurosis paracientífica (con la fascinación por los gadgets como fetiche) que sólo puede proveer la mala televisión. O peor; desde el miedo terrible que provocan en un país latinoamericano las labores de inteligencia porque alguna vez el Estado las monopolizó por medio de una policía secreta que se encargó de detener, torturar y matar ciudadanos.

Por el contrario, quizás es mejor ver Breaking bad y Better call Saul, las dos series de televisión con las que Vince Gilligan inventó un ecosistema criminal completo para Albuquerque, en Nuevo México, de la mano de las vidas de un profesor de química vuelto capo de la droga y de un abogado de narcos que alguna vez trató de enmendar su camino. En ambas aparece Mike Ehrmantraut, un viejo policía retirado que hace el trabajo sucio que le encarguen. Interpretado por Jonathan Banks, Mike es un sobreviviente; alguna vez fue corrupto y le mataron al hijo, y no hay redención para él, salvo cuidar de una nieta que ve a veces. Banks, que es un viejo secundario acostumbrado a hacer de villano, interpreta al personaje dándole dignidad a su silencio, que contiene la tragedia que ha perpetrado y de la que no puede huir. Lo extraño es que en un mundo de monstruos es lo más parecido a un hombre recto o, sencillamente, a alguien con un poco de sentido común.

Pero lo que queda de Mike para el espectador, más allá de que se lo vea invadiendo casas, haciendo de francotirador o supervisando la fabricación de anfetamina, son los momentos que transcurren de noche. Ahí, el personaje bebe café dentro de un auto mientras espera que se prendan las luces de una casa, se rompa algo en la lejanía o que alguien cruce su jardín para matarlo. Es imposible no pensar en esos tiempos muertos en relación a lo de la Sofofa y Profacis, y en esta trama surcada de hombres invisibles. Ahí, los micrófonos registran cada pequeño sonido deformándolo para convertirlo en una amenaza y haciendo que lo que dice cada voz suene como el fragmento de un secreto. Quizás la verdad resulte más banal que cualquier suposición, menos compleja que cualquier teoría. Da lo mismo: por ahora podemos percibir en ellos una especie de lirismo áspero, el tiempo muerto desplegado desde la tensión que precede a un estallido.

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