Por Diego Zúñiga // Periodista y escritor Junio 30, 2017

Era una mala broma, por supuesto, no podía ser otra cosa eso que veíamos en nuestros televisores, aquello que ocurría a miles y miles de kilómetros, en esa cancha rusa, en ese estadio de Kazán, donde faltaban dos minutos para que terminara la semifinal entre Chile y Portugal cuando Arturo Vidal le pega fuerte a la pelota, como viene, y la estrella en el palo izquierdo del arco defendido por Rui Patrício. Una mala broma, no podía ser otra cosa: era el minuto 118, estábamos a un paso de llegar, por tercer año consecutivo, a la final de una copa, si es que esa pelota en lugar de dar en el palo entraba. Pero no, no era una broma, aunque lo pareciese. Era el eterno retorno: tal como hacía tres años Mauricio Pinilla estrellaba la pelota en el travesaño —luego de un partido épico frente a Brasil—, dejándonos a un paso de la gloria, ahora Arturo Vidal repetía la historia, en un círculo vicioso que se podía parecer mucho a una pesadilla e incluso peor, pues en esta ocasión no sólo era el palo de Vidal, sino también el de Martín Rodríguez, solo frente al arco, sí, una mala broma, eso era, un giro sobreactuado de un guión mal escrito, predecible, absolutamente innecesario.

Pero no, era cierto: parecía que todos esos fantasmas del Mundial de Brasil se instalaban en esta semifinal de la Copa Confederaciones, planteando el fin de una generación de futbolistas chilenos que nos ha dado tantas alegrías —tantos triunfos históricos e inolvidables— que no seríamos capaces de enumerarlas todas. El fin de una generación que no queremos que se acabe nunca: sus triunfos, su épica, su capacidad de sorprendernos una y otra vez. Pero ahí estábamos, yéndonos a penales frente al campeón de Europa, el equipo que tiene a uno de los dos mejores jugadores del mundo, que había sido controlado por la defensa chilena, tal como fue controlado Messi en las dos finales de la Copa América. Con esa misma intensidad, con esa misma precisión.

La estadística es rotunda: Esta generación ha jugado tres finales en tres años. Y todavía no tocan techo”.

Parecía el final, entonces, pero esta selección chilena es una cosa inexplicable. Y, sobre todo, es una historia que no quiere llegar todavía a su final. Porque son eso: un puñado de jugadores con un talento descomunal, que quizá ni siquiera saben hasta dónde pueden llegar. Han ido estirando ese límite una y otra vez. Y si todo empezó con la llegada de Marcelo Bielsa, el punto de inflexión ocurrió, justamente, hace tres años, ese 28 de junio de 2014 cuando nos eliminó Brasil en un partido épico y, entonces, comenzó a escribirse esta historia llena de triunfos.

Quién iba a imaginar que tres años después íbamos a llegar a tres finales consecutivas, ganándole a algunas de las mejores selecciones del mundo, mostrando un fútbol tan intenso como impredecible, incluso después de cambiar de técnico y acostumbrarse a otro sistema, a otros matices.

De pronto, sin darnos cuenta, aprendimos a ganar. Aprendimos a jugar como un equipo grande, que sabe administrar sus talentos, que sabe esconder sus defectos, que es capaz de corregir los errores. Un equipo que corre —cuando juega de verdad— como si se fuera a acabar el mundo: es cosa de ver a Arturo Vidal y a Charles Aránguiz moverse dentro del campo de juego, la capacidad inefable de estar en todos lados, de aparecer cuando más se los necesita, de marcar, de llegar arriba, de multiplicarse. Hay tanta belleza en un dribble como en verlos a esos dos correr dentro de la cancha, persiguiendo esa pelota que se les escapa. Chile es eso: la elegancia de Marcelo Díaz, la explosión de Alexis Sánchez, la tranquilidad de Claudio Bravo y la madurez de Medel y Jara para conformar una dupla que funciona cada vez mejor, que permite salir desde el fondo con una claridad absoluta.

Es así: no nos dimos cuenta y ya estábamos acostumbrados a ganar esos partidos que antes nos resultaban imposibles. La estadística es rotunda: tres finales en tres años. Una generación que ha brillado en las ligas más competitivas. Un grupo de jugadores que se planta ante una definición por penales con una frialdad inquietante, porque se acostumbraron a ganar, porque no tienen miedo de nada, porque transmiten un goce absoluto cuando saltan a la cancha y juegan a la pelota.

Nadie quiere que esta historia se acabe.

Tres finales en tres años.

No hay mucho más que decir.

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