Por Por Evelyn Erlij, Periodista y corresponsal en Europa Junio 9, 2017

Poco antes de morir, en enero pasado, el polaco Zygmunt Bauman se convirtió en una suerte de Pepe Mujica de la sociología: sus frases sabias sobre el mundo contemporáneo circularon por las redes sociales como una vacuna contra tanto fenómeno viral, ese flagelo de internet —léase meme, chascarro de animales o video polémico— que tantos minutos de vida nos quita. Bauman, un tipo demasiado lúcido para ser optimista, dejó como obra póstuma un libro, Retrotopía, que al calor del cambio climático parece una guía para leer el último desaire de Trump: si hoy buscamos un mundo ideal en el pasado, dice el sociólogo, es porque el futuro dejó de ser el hábitat natural de las esperanzas y se convirtió en un escenario de pesadillas.

Esa nostalgia por los viejos tiempos —según la profesora de Harvard Svetlana Boym, citada por Bauman— es típica de los renaceres nacionalistas, “empeñados en fabricar mitos antimodernos de la historia” a través del regreso de los símbolos y la mitología nacionales y, a veces también, de las teorías de la conspiración. Dicho eso, rebobinemos el casete de las elecciones de Estados Unidos: Trump afirmó que Obama era un musulmán nacido en Kenia, predijo un complot demócrata para trucar los votos, y el 46% de sus electores creía en el Pizzagate, una teoría según la que Hillary Clinton era parte de una red de pedofilia que perpetraba rituales satánicos con niños.

También dijo a todo volumen: el cambio climático es un mito inventado por los chinos.

El complotismo no nació con el hombre de la visera de paja, sino que ha sido una forma de hacer política en Estados Unidos desde hace más de un siglo. Lo advirtió en 1964 el historiador Richard Hofstadter en el libro The Paranoid Style in American Politics, en el que explica que este fenómeno, además de no ser nuevo, no es exclusivo de la extrema derecha. En 1855, un diario de Texas culpó a los reyes de Europa y al Papa de organizar la destrucción de las instituciones políticas, civiles y religiosas del país. En 1949, James Forrestal, ex secretario de Defensa de Truman, cayó en un delirio paranoico tras creer que los rusos venían por él, y terminó suicidándose.

El complotismo no nació con el hombre de la visera de paja, sino que ha sido una forma de hacer política en Estados Unidos desde hace más de un siglo”.

La lista de ejemplos —como el macartismo o las teorías sobre el asesinato de John F. Kennedy— es interminable, y la explicación de Trump para justificar su retiro del Acuerdo de París va en ese mismo tono: “El resto del mundo aplaudió cuando lo firmamos. Se volvieron locos. Se pusieron felices por la simple razón de que pone a nuestro país, al que amamos, en una gran desventaja económica (...). No queremos que otros líderes y otros países sigan riéndose de nosotros”, dijo. A quién le importa la acidificación de los océanos o el aumento del nivel del mar. Esto es un bullying planetario contra Estados Unidos, y como en esa secuencia de la película de terror Carrie, Trump se venga de los que se burlaron de él incendiándolos a todos vivos.

Como lo explica Bauman, el futuro ideal del presidente está en el pasado: “Hagamos de Estados Unidos un gran país otra vez”, volvamos a las energías fósiles, reactivemos el mercado laboral a punta de carbón. Algunos analistas explicaron el gesto como un “dedo del medio” a la ciencia y al futuro del planeta. Otros, entre ellos la autora Naomi Klein, lo describieron como un acto simbólico, como una escena de acción en la que Trump avanza en cámara lenta mientras a sus espaldas estalla una megaexplosión. Lo de París no es un tratado, es un acuerdo voluntario que no impone reglas ni restricciones. Estados Unidos podía permanecer dentro de él sin tener que respetarlo.

Pero el mandatario estaba sediento de venganza tras meses de vapuleo internacional, y la canciller alemana, Angela Merkel, se dio cuenta a tiempo: “La época en la que podíamos contar unos con otros está casi terminada”, afirmó en mayo, luego de la cumbre del G-7. El acto de matonaje de Estados Unidos también puede ser una oportunidad para Europa, como lo demostró Emmanuel Macron, quien aprovechó la fechoría del villano Trump para instalarse como el nuevo jovencito de la película: “Make our planet great again”, dijo en un video, en el que invitó a los científicos estadounidenses a viajar a Francia para hacer allí todos los estudios que quieran.

El presidente galo no tiene complejos de inferioridad, como lo demostró en su lucha de apretones de mano con Trump, un gallito de fuerza que, según The Washington Post, irritó tanto al multimillonario, que lo habría impulsado a abandonar el Acuerdo de París. Macron fue hábil: sabía que si se rebajaba a la edad mental de Trump y frustraba su famoso jueguito de manos, podría sacar provecho. En un mundo donde ya no hay un líder estadounidense que comande el destino del planeta, la UE podría renacer de sus cenizas y levantarse otra vez como una gran potencia mundial.

Con la baja de inversión en energías limpias en EE.UU., el mercado de las energías renovables podría quedar en manos de Europa, India, y sobre todo China, donde ya se están invirtiendo millones en esa área. El tablero del poder y la economía mundial podría revolverse; el terreno de la política internacional se convierte ahora en arenas movedizas. La única certeza hoy es la “retrotopía de Trump” el escéptico del cambio climático que quiso avanzar a lo Bruce Willis con una gran explosión detrás, pero se equivocó de tecla: al futuro no se llega apretando rewind.

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