Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa Mayo 5, 2017

Dicen que Jimi Hendrix veraneaba en Antofagasta. Dicen que cada verano cambiaba las playas de las Bahamas por una vista a La Portada. Pregúntenle a algún nortino. La leyenda existe. Hasta habría dedicado dos canciones a nuestras tierras desconocidas: “Highway Chile” (que algunos traducen “carretera a Chile”) y “Voodoo Chile”. Janie Hendrix, su hermana, lo desmintió en una entrevista: Jimi nunca estuvo en Chile y jamás le dedicó una canción. Pero el chileno de corazón, ese que sueña con que algún famoso nos haga existir, no dejó de creer. Todavía circula el rumor que dice que, cuando murió Hendrix, lo encontraron sobre un mapa apuntando a Chile.

"El chileno de corazón es ese al que le fascina creer que alguien en el mundo está pensando en nosotros”.

Periféricos, y tan lejos de las luces del showbiz, a los chilenos nos encantan esas historias. Nos emociona aparecer en el radar, aunque sea con un exiliado narcotraficante en Breaking bad. Nos conmueve que el personaje con mala suerte y sobrepeso de Lost sea medio compatriota, y gozamos cuando se ve un avión LAN en El club de la pelea. Los periodistas amamos la “conexión chilena de” y si entrevistamos a un famoso se nos raya el disco: “¿Ha estado en Chile? ¿Qué conoce de Chile? ¿Qué recuerdos tiene de Chile? ¿Ha leído autores chilenos? ¿Ha visto su cine?”.

Nos fascina creer que alguien, en algún lugar del hemisferio norte, está pensando en nosotros. ¿Pero qué piensan cuando piensan en nosotros?

Han pasado 25 años desde que Chile institucionalizó su obsesión por la imagen país, cuando en 1992 instaló en la Feria Internacional de Sevilla un iceberg antártico de 200 toneladas. Fue un gesto de choreza, un pavoneo de proporciones épicas con el que nos vendimos como un país sólido y competente. “Si podemos transportar este hielo, podemos transportar productos frescos a cualquier parte del mundo”, explicó Eugenio García, uno de los creativos. El iceberg era un artilugio retórico para distinguirnos de la América Latina cálida, era un golpe de efecto tras décadas de invisibilidad bajo la dictadura de Pinochet. Era una postal de cómo queríamos ser vistos: fríos y serios.

“La idea es que Chile se vea como un país moderno. Aquí no hay problemas étnicos, no tenemos una gran tradición precolombina. Chile es un país nuevo”, dijo Fernando Léniz, comisario del pabellón chileno. El iceberg fue un acto de psicomagia con el que Chile quiso curar su complejo de inferioridad; una selfie-país que retrató nuestro exitismo y nuestra sed de bling bling (la astucia costó 12 millones de dólares). Pero el maquillaje de ese Chile blanqueado fue excesivo: para The New York Times ese hielo era realismo mágico travestido con ropas primermundistas, era un intento torpe de probar que somos “tan europeos como latinoamericanos”.

Chile es un adolescente eterno en busca de su identidad y en pugna con su autoestima frágil. Nos definimos mirando a los otros (fuimos los ingleses de Sudamérica y los jaguares de América Latina, versión sudaca de los tigres asiáticos), pero el chileno expatriado lo sabe: afuera somos un manchón borroso al borde del Pacífico, una isla poblada por Bolaño, Alexis, Vidal, Neruda, Zamorano, Allende y Pinochet. Para algunos somos un popurrí de dictadura, desastres naturales, paisajes y literatura. Para los demás (la mayoría), somos un país latino reemplazable por cualquier otro: ¿Cómo es el clima en tu país, Perú? ¿Cómo soportan el calor tropical? ¿Todos los chilenos usan bigote? ¿Se come chili con carne? ¿Eres de Chile? Ah, yo tengo un amigo colombiano...

Esas preguntas hablan de ignorancia, pero también de cómo han fallado los intentos por crear una imagen país. Pongamos ejemplos poco científicos: en un mapamundi francés para niños en el que Argentina es un tango, un gaucho, el Obelisco, una vaca y una oveja, Chile es una franja desierta atravesada por montañas, una cornisa sobre el Pacífico en la que apenas caben un pingüino y un cactus. En un atlas infantil europeo, Chile es una chinchilla, un alacrán y la escultura “La Mano del Desierto”. En una guía turística extranjera se lee: “Chile es sobre todo múltiples pueblos indígenas”.

En los últimos años, hemos hecho noticia en Europa por tráfico de oro, inundaciones, incendios, erupciones, la muñeca inflable, derechos humanos, marea roja, corrupción, astronomía y terremotos. Se habla de Piñera como “el Berlusconi chileno” y de Chile como “un falso país rico”. Según Google Trends, entre las principales búsquedas en inglés sobre el país están: araña de rincón, ovni, terremoto, corvina. Y si se escribe en el buscador “Es Chile...”, la herramienta de autocompletado sugiere: ¿Un país desarrollado? ¿Seguro? ¿Peligroso? ¿Un país del tercer mundo?

No son ejemplos perfectos, no son representativos, pero hablan de cómo nos ven (o no nos ven). No somos los ingleses ni los jaguares de América Latina. Tampoco somos la playa de Jimi Hendrix ni el iceberg de Sevilla. Chile es Zamorano hablando con acento español, mexicano y argentino. Es la casa embrujada de Puerto Montt metiendo ruido para salir en la tele. Es Piñera en el sillón de Obama o mostrándole el papel de los mineros a la reina Isabel. Como ese mapa infantil —y parafraseando a Nicanor Parra—, Chile no es un país, sino un paisaje. Y quizá ya es hora de empezar a aceptarlo. Porque, como decía Raúl Ruiz: “Chile no es ni será jamás un gran país. Y eso a mí me parece fantástico”.

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